Desde hace tiempo mi familia es una gran ausencia. Junto a las siluetas que se van desvaneciendo permanecen los nombres de los seres queridos, esos que se pronuncian con emoción pero sin esperanza de respuesta; hay fechas que se confunden y empiezan a perderse en el único tiempo que no fluye, donde toda acción se conjuga en pasado. Quedan también el eco de las voces, rumores, historias.
Prometí no olvidar y no he olvidado; prometí no añorar y sin embargo añoro la presencia de mi gente en los cuartos de la casa que hoy ocupan nada más sus retratos. Echo de menos nuestras reuniones, en especial las que hacíamos para despedir el Año Viejo. En esas noches no era extraño que surgiera algún problema, pero ninguno como el tuvimos la noche de aquel 31 de diciembre en que, por una situación inesperada, practicamos un juego inédito que fue más bien un ejercicio de memoria.
I
La idea surgió la Noche Vieja en que nos encontrábamos reunidos en la casa de la tía Alba, recién llegada de una breve estancia en Oaxaca y a punto de casarse otra vez con Amado, su anterior esposo. Había música, Daniel y Érika se pusieron a bailar, las conversaciones empezaban a animarse cuando de pronto se escuchó un estallido y de inmediato se fue la luz. Mi hermano Ernesto se acercó a la ventana y nos dijo que todo estaba en completa oscuridad, señal de que había estallado el transformador: grave inconveniente para nuestra celebración.
A esas horas y en una fecha tan especial era impensable que los operarios fueran a componerlo. Alba lamentó no tener lámparas ni velas con qué aminorar el problema. Daniel sugirió que nos fuéramos a un restaurante. Érika, su mujer, le pidió que lo olvidara: sin reservación sería imposible conseguir una mesa. Martín ofreció su departamento de la Anzures para que allí siguiéramos la fiesta. Mi hermana Daniela dijo que el rumbo se había vuelto tan inseguro como para no salir en la oscuridad. Nuestra anfitriona pensó que, dadas las circunstancias, lo mejor sería quedarnos en su casa, donde al menos contábamos con la cena.
Aceptamos su propuesta, pero mi cuñado Juan Carlos nos preguntó cómo íbamos a pasar, en completa oscuridad y sin música, el tiempo de espera a que llegara la luz, larguísimo si tomábamos en cuenta que el día siguiente era de descanso obligatorio. Las propuestas fueron variadas: “Seguir platicando.” “Inventar cocteles.” “Servirnos más tragos.” “Jugar a la gallinita ciega.” Quedó claro que se aceptaba todo, menos contar chistes. Entonces a la tía Alba se le ocurrió un juego interesante: que cada uno de nosotros contara algo especial que le hubiera pasado y que los demás desconociéramos.
Todos coincidimos en que, por ser autora de la idea, le correspondía ser la primera en tomar la palabra. Su relato, lleno de colorido acerca de su estancia en Oaxaca y alusiones a sus proyectos matrimoniales, nos devolvió el entusiasmo y la oscuridad dejó de parecernos un obstáculo para divertirnos.
II
Hubo un breve silencio antes de que levantaran la mano los siguientes narradores: Daniel y Érika se alternaron para contarnos la lección tan valiosa que había significado para ellos adiestrar a perros guía y conseguir que se familiarizaran con sus nuevos dueños. El difícil momento de separarse de los animales, después de tantos meses de convivencia, quedaba más que compensado ante la alegría de saber que, a partir de ese momento, personas invidentes podrían llevar una vida más segura y plena gracias al apoyo de sus lazarillos.
Mi sobrino Martín nos contó sus experiencias en la estación de radio donde conducía el programa De ida y vuelta, con teléfono abierto. Recibir llamadas y responderlas era muy aleccionador: le permitía conocer realidades muy diversas, a veces dramáticas y extraordinarias. Una noche recibió la llamada de una persona que aseguró ser Pedro Infante. Martín le recordó que el actor había muerto, muchos años atrás, en un accidente aéreo. El desconocido insistió en que eso había sido un invento suyo para mantenerse oculto, y a salvo de la prensa, mientras recuperaba la voz. Para demostrar que lo había logrado, empezó a interpretar Amorcito corazón. Martín le expresó su asombro ante lo que consideraba una magnífica imitación. En respuesta el desconocido, llorando, le suplicó que le creyera y le hizo una pregunta: “Si no soy Pedro Infante, entonces dígame: ¿quién soy?” En aquel momento Martín no tuvo respuesta, ni tampoco en las muchas otras veces que llamó “Pedro Infante” con la misma súplica: “Dígame ¿quién soy?”
Daniela nos habló de un sueño en el que se veía engarzando unas cuentas, junto a la ventana. De pronto llegaba un anciano vestido con tres prendas invernales muy pesadas y sin que se lo pidiera, le explicó: “Me vestí de este modo porque a donde me dirijo hace mucho frío” y luego se alejó. Lo extraordinario estaba en que, a la mañana siguiente, al abrir el periódico Daniela vio la esquela que anunciaba la muerte de Raúl Medina, Uli, el sobrenombre de quien fue su mejor amigo en la secundaria y, según Daniela, vino a despedirse de ella en el sueño.
Juan Carlos se emocionó hablando de su primera experiencia como buzo, de la sensación de pánico que había tenido que vencer antes de disfrutar la impresión de ligereza que envolvía su cuerpo mientras se deslizaba en el agua, del silencio en las profundidades y del maravilloso encuentro con animales que jamás había visto. A partir de ese día esperaba con ansia el momento de volver a sumergirse en ese mundo.
Rigoberto habló de la noche en que, instalado en una villa estudiantil cercana a Londres, había visto nevar por vez primera. Nos describió los copos silenciosos, el viento suave y tibio, el cielo azul profundo tachonado de estrellas y, al anochecer, el manto bajo el que el paisaje parecía dormir. Recordaba esa experiencia con la misma emoción que tuvo durante su primer encuentro con el mar.
III
Aquel 31 de diciembre fue la última vez que la familia se reunió completa para darle la bienvenida a un año que nos trajo alegrías, sorpresas pero también fue cruel: entonces comenzaron las ausencias. Nombres, fechas, sueños, cuartos habitados por retratos, historias.