Ciudad de México. En 1990 llegó a México Michel Schuessler, un estudiante alto, rubio, de ojos azules tras sus anteojos. Graduado de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), conoció a Pita Amor. La había leído en sus cursos de español, y en su primera visita en México quiso manifestarle su admiración sin sospechar jamás que caería en sus redes y que la poeta lo llamaría por teléfono un día sí y otro también para que la escoltara a la Zona Rosa. Michael se convirtió, sin preverlo, en su atemorizado acompañante a cocteles, exposiciones en galerías de arte, restaurantes y cafés de la Zona Rosa.
En esos años, la Undécima Musa, Guadalupe Amor, había pasado de diva a “abuelita de Batman”, según Carlos Monsiváis. Pita Amor caminaba por la acera de la calle de Amberes todos los días con su bastón y una enorme flor prendida en la cabeza. Era una figura familiar y temida por los habitantes y, sobre todo, por los dueños de tiendas de antigüedades, cafés y bares de la entonces concurridísima Zona Rosa.
Al recibir la llamada del joven estadunidense, Pita Amor lo citó en el hotel Prim. En ese verano de 1990, Pita ocupaba una recámara en el sexto piso y, desde su ventana, gritaba: “¡Sube, Michael, sube!” A partir de ese grito, Michael quedó preso en sus redes.
Buscó con fervor en las librerías del rumbo y en las del centro alguna de las obras de su admirada Pita, pero no encontró nada. “Sólo podía yo comprarla, si ella misma me la vendía.
“Todos la conocían y se hacían cruces cuando la veían, pero no había libros suyos en las librerías. Esto lo atestigüé en carne propia –dice Michael–, porque a la mitad de nuestro primer encuentro en su hotel, y más tarde en cafés de la Zona Rosa, llegó un señor con una caja de cartón que Pita abrió inmediatamente y contenía 100 ejemplares de sus Liras, su plaquette más reciente. Pita, la Undécima Musa, la mandó imprimir por su cuenta y con ayuda de amigas de la talla de Marta Reyes Espíndola, a quien dedicó el pequeño volumen.”
–Michael, también la Prensa Médica Mexicana editó su poesía en una preciosa edición que evidencia el buen gusto de su hermana mayor, Carito Amor de Fournier, fundadora de esa primera Prensa Médica en nuestro país.
–Tengo todas las ediciones de la obra de Pita Amor porque las coleccioné desde que era yo estudiante… Esa misma noche la conocí, en medio de un improvisado recital poético en una cafetería. Quedé totalmente impactado cuando empezó a decir sus versos. Pita se levantó, tomó unos ejemplares de su libro y me dijo: “Ahorita vengo”, y me pidió acompañarla.
–¿A otro café?
–Sí, iba de un lugar a otro. Escogió una mesa, pidió el menú, comió mucho y, para mi enorme destanteo, se dirigió, con todo y sus innumerables collares y anillos, con su flor de seda erguida como un periscopio en la cabeza, con su pesca-guapos y con sus lentes de fondo de botella a la mesa de varios comensales que habían aplaudido su recital en voz alta y ofreció su libro en venta. “¡Qué buena declamadora de poesía es usted, señora”, le dijo una mujer ya mayor… Pita ni le contestó, porque odiaba la palabra “declamadora”, y la señora le cayó muy mal. Insistía en que “decía” poesía, aunque aquella noche lluviosa de julio la gritó a voz en cuello para mi destanteo y el de todos los asistentes.
“En otro café, Pita se acercó a otra mujer muy elegante y le preguntó con voz dulce e infantil: ‘Señora, ¿a usted le gusta la poesía?’ Su respuesta fue cortés, pero negativa. Pita le espetó con altanería: ‘¡Claro que a las hijas de sirvienta no puede interesarles la poesía!’ La señora quedó petrificada y la Undécima Musa se acercó a otra mesa con la misma pregunta. De ahí en adelante nadie se negó a comprarle un ejemplar.”
–Michael, también los escribía en pedacitos de cartón o en hojas de papel: “Son 20 pesos” o “Son 50 pesos”. Cuando la veían venir en las calles de Niza o Lerma, algunos caminantes se escondían…
–En aquel entonces, los únicos libros “Pitagóricos” que encontré a la venta fueron unos ejemplares abandonados de Fuga de negras y Como reina de barajas (1966) en una librería de Guadalajara, el primer poemario que Pita publicó después de un silencio de varios años a raíz de la trágica muerte de su hijo Manuelito en casa de su hermana Carolina Amor de Fournier. La poesía que yo había podido leer hasta ese momento era la que se encontraba en los libros que conservaba mi amigo Ángel de la Cruz, gran admirador de Pita y declamador él mismo, en cuya casa de Guadalajara me descubrió la existencia de esta formidable escritora. Eran unos volúmenes viejos, cuyas páginas amarillas se habían desprendido a lo largo de muchas lecturas, o de plano se desintegraban en el mismo “Polvo” de aquel famoso poemario, el favorito de Diego y Frida. Los otros libros que Ángel tenía eran o copias engargoladas de libros de su amigo Ignacio Amador y varios poemas que él mismo transcribió a mano en papel cebolla y utilizó como parte de su repertorio en sus veladas poéticas en el Hospicio Cabañas, el teatro Experimental y en su modesta casa del Sector Reforma, en Guadalajara.
–Muchos capitalinos recuerdan a Pita, pero ninguno con la devoción de su sobrino favorito, Eduardo Sepúlveda Amor, hijo del médico Bernardo Sepúlveda, famoso gastroenterólogo.
–Así es. Eduardo reunió su obra completa en un tomo. Curiosamente, la poesía de Pita no figuraba en varias antologías, sólo en libros para “declamadores” y compilaciones de poesía mexicana del siglo XX.
“A partir de mi llegada a México, empecé a buscar sus obras en las librerías de viejo en la calle de Donceles, en las chácharas de la avenida Cuauhtémoc, en los puestos de antigüedades de la Zona Rosa, donde Pita era ‘reina honoraria sin sueldo’, según su amigo Jaime Chávez. A la fecha sólo me falta uno que otro, por ejemplo, su primer libro de poesía Yo soy mi casa, publicado en 1946 por Justino Fernández y Edmundo O’Gorman en su editorial Alcancía. Estos libros fueron muy útiles para llegar a conocerla con profundidad literaria y lírica, porque ya en los años 90 Pita era una presencia más bien decadente y excéntrica que deambulaba vendiendo sus poemas, sus dibujos, sus memorias. Grabé sus poemas en varias ocasiones y la seguí en sus caminatas por las calles de Niza, Hamburgo y Londres. Si no te cuidabas, te daba un bastonazo o un paraguazo, dependiendo de la temporada.”
–También a su sobrino, Santiago Aspe, pretendió darle un bastonazo cuando se le acercó en la calle de Bucareli. Santiago se defendió: “Tía, soy tu sobrino, el hijo de Kitzia”. “¡Ay, mi amor, discúlpame!”, respondió ella. A partir de su muerte, en mayo de 2000, sólo circulaba la antología Poesía imprescindible (2012), a cargo de la editorial Terracota, que incluye una selección de los poemas publicados en sus primeros libros más una semblanza tuya, Elena, que la conociste en todo su esplendor. Gracias a la iniciativa de su sobrino Eduardo Sepúlveda, fallecido de manera repentina en junio de este año. Eduardo hizo un excelente documental: Pita Amor: a la eternidad sentenciada. Recuerdo la felicidad de Eduardo en la Fiesta del Libro y la Rosa, en Ciudad Universitaria, cuando se llenó por completo el enorme espacio (debajo de una carpa) que nos cedió la siempre generosa Rosa Beltrán, jefa de Publicaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
“Creo que a raíz del éxito que tuvo su homenaje fílmico en la UNAM, en el Club de Industriales, en el Cine Tonalá, en FilminLatino, a Eduardo Sepúlveda Amor le pareció importante dar a conocer la obra de su amada tía a un público más amplio y joven, y no solo las improvisaciones que armaba en la calle de Amberes, en El Perro Andaluz, en el Sanborns de Niza, en un taxi ecológico. Eduardo Sepúlveda Amor me invitó a participar en este proyecto literario y siempre se lo agradeceré, porque Pita Amor sigue siendo un fenómeno y un enigma de los años 50 y 60. No hay que olvidar que en su momento fue comparada con Santa Teresa y con San Juan de la Cruz.”