Comparamos países, sistemas políticos, momentos históricos, liderazgos. A cada rato se cede a la tentación que describe la Ley de Godwin: entre más se estanca una discusión, más cerca se está de que alguno de los debatientes haga una comparación conHitler o el nazismo. En el caso mexicano, es Díaz Ordaz, responsable de la masacre de estudiantes en 1968. Cuando esto sucede, se entiende que quien hizo esa comparación, ha perdido el debate por falta de seriedad.
Las comparaciones en el lenguaje público tienen que ser útiles para explicar a alguien o algo que está sucediendo, sin embargo, hemos caído en usarlas en sí mismas como descalificaciones. En 1984, el politólogo Giovanni Sartori escribió sobre la inutilidad de comparar a una ballena con un ser humano. Si usamos la semejanza, ambos son mamíferos y no respiran bajo el agua. Hasta ahí. Si se explotan las diferencias, son tantas, que la comparación no viene al caso. Es lo mismo que si tratamos de atacar el cambio de régimen actual diciendo que se está restaurando al PRI, a Luis Echeverría o el “nacionalismo revolucionario”. Una comparación es útil sólo si sirve para definir los límites de un conjunto y, en estos casos, se cae en las tres comparaciones inservibles descritas por Sartori: el parroquialismo, es decir, fabricar un término a medida; decir que toda diferencia es de grado; e inflar un concepto a tal punto que no tiene contraparte y puede ser cualquier cosa. Como ejemplo del parroquialismo está la democracia estadunidense contra la que se compara al resto de los sistemas. Que cualquier diferencia sea de grado permite, por ejemplo, que cualquier huelga universitaria sea el 68 y cualquier autoridad, Díaz Ordaz. Y se se infla un concepto, por ejemplo, “ideología”, acaba por ser todo y ser nada, al mismo tiempo. Las comparaciones son así: entre menos propiedades se le agregue a un conjunto, más tiende a la generalización. Hasta que alguien acaba sosteniendo sin pudor que si un presidente electo habla en una plaza llena de seguidores, es Hitler.
Lo interesante es cómo estas comparaciones son rechazadas por la opinión pública, no importa si el que las hizo es un experto o un académico muy reputado. Opera ahí el consenso, el sentido común, que es un resultado de las deliberaciones del debate público. Para entender cómo funciona el rechazo a un conjunto inútil, es muy citado el inicio de Las palabras y las cosas, de Michel Foucault, en el que usa una enciclopedia inventada por Borges sobre las clasificaciones de los animales en el imperio chino: “Los animales se dividen en:a) pertenecientes al Emperador, b) em-balsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera; m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. Cuando se rompe la semejanza entre las palabras y las cosas, escribe Foucault, tienes al “hombre de las semejanzas salvajes; para él, los oropeles hacen a un rey”. Quienes sólo ven analogías, paralelismos, proximidades entre países, sistemas políticos, liderazgos, momentos históricos, pierden la diferencia entre lo otro y lo mismo y, por tanto, se autoexcluyen del debate público que, si bien es plural en opiniones, no lo es tanto en la construcción del sentido común. Si “todos son iguales” o el fin de un régimen es su fortalecimiento; si la democracia participativa lleva al autoritarismo; si Díaz Ordaz es lo mismo que López Obrador, entonces no tiene caso pensar porque la historia sería una repetición del mismo día, como el de la marmota, de la película con Bill Murray.
El texto de Borges que cita Foucault se refiere justo a la trivialidad de las generalizaciones. Es sobre un filósofo de Oxford y Cambridge en el siglo XVII, John Wilkins, que propuso un lenguaje universal a partir de la traducción de todos los sustantivos a una notación “científica” de 40 géneros, cuya composición da 2 mil 30 especies. El resultado se parecía mucho a la enciclopedia inventada por Borges. Escribe Umberto Eco sobre las tablas de conjuntos de Wilkins: “a) los vivíparos de dos patas tienen dedos, b) los rapaces tienen seis incisivos afilados, c) los canes se dividen en domésticos-dóciles y salvajes-enemigos de las ovejas”. La taxonomía, aplicada por Wilkins a la política arrojaba, por ejemplo, que la palabra Defensa era tanto una característica de los ejércitos como de los ciudadanos y, por tanto, no distinguía entre una invasión extranjera y una rebelión popular. Casi como ahora se utiliza el término “militarización” sólo porque involucra soldados, no importando las diferencias entre construir un aeropuerto o desaparecer estudiantes normalistas. Sobre este tipo de generalización, Sartori enuncia una regla sencilla para comparar: “Nada puede ser causa de un fenómeno si el fenómeno no ocurre cuando se presenta la supuesta causa”. Así, el lenguaje público no puede aceptar como válido en un debate el oropel por el rey. No se puede tomar con seriedad, es decir, como pensamiento a ser dilucidado, el que el sólo hecho de llenar una plaza pública sea un rasgo nazi o que usar un teléfono celular desmienta la política de austeridad en las oficinas del gobierno.
Borges termina su ensayo sobre Wilkins resignado a la posible inexistencia de un mundo orgánico, conocible por medio de las palabras y sus taxonomías, como esas “bolsitas” de las que Chesterton se burlaba porque creíamos que podían contener “todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo”. Lo que Borges y Chesterton no dicen es que esas “bolsitas”, cuando se habla de lo político, son construcciones de la memoria y de los anhelos comunes. Gio-vanni Sartori lo resuelve con la ficción de un alumno suyo que buscaba saber cuántas veces un perro-gato ladraba o maullaba. Después de conseguir varias becas para su estudio, se sorprendió cuando su profesor le reveló, simplemente, que el perro-gato no existía.