Este 21 de diciembre se cumplió el centenario del nacimiento de Augusto Monterroso, un escritor que seguirá despertando y siempre estará allí, como el famoso dinosaurio de su cuento de pocas líneas, obra maestra de la brevedad, el ingenio y la ligereza, que tan caro era a Italo Calvino.
Un cuento de una sola línea, una sola coma y un solo punto que es, además, el único cuento que puede aprenderse entero de memoria, como muchos lo hemos aprendido, y que hoy cabría en la estricta medida de un tuit, con lo que Monterroso, mal que le pese, pasa a ser un adelantado de la posmodernidad.
Al primero a quien la solemnidad de este aniversario habría divertido es a él mismo, desconfiado siempre de la pompa del bronce y los laureles. Un humor sosegado, para nada estridente. Como era corto de estatura, decía que los bajitos tenían un sexto sentido para reconocerse entre ellos. Y se declaraba también embajador plenipotenciario de los Países Bajos.
Ya el hecho de que, en lugar de Augusto, su nombre de pila, lo llamaran Tito, era pasar del terreno de la majestad imperial, despojado a gusto de su título de emperador romano, al de un diminutivo que lo hacía sentirse confiado en sí mismo, maestro como fue de la brevedad también por regla literaria.
La brevedad no sólo en cuanto a la extensión de sus textos, sino en cuanto a su obra toda, que nunca llegó a ser abundante debido a su recato frente a las palabras y a los graves riesgos que para él entrañaban los textos excesivos. La regla de la rigurosa escasez. En esto se parecía a Bartleby, el escribiente solitario del cuento de Herman Melville, a quien, cuando se le quería confiar una nueva tarea de oficina, solía responder, tímida pero tozudamente: “Preferiría no hacerlo”.
Como suele ocurrir con las accidentadas vidas centroamericanas, nació en Tegucigalpa, de padre guatemalteco y madre hondureña, venido de una parentela de gambusinos como los de las películas del oeste, que colaban el oro recogido en la corriente de los ríos, tal como lo cuenta en su libro biográfico de 1993, Los buscadores de oro.
Vivió su infancia y adolescencia en Guatemala bajo la dictadura de Jorge Ubico, y cuando éste fue derrocado, respaldó de estudiante la revolución democrática que se inició en 1944 con el presidente Juan José Arévalo; salió al exilio tras la caída de Jacobo Árbenz en 1953, y vivió primero en Chile, para luego recalar en México, donde se quedó el resto de su vida.
Balzac, el copioso, venía a ser todo lo contrario de su concepción de la literatura, esa parquedad que se volvía una especie de pudor verbal, y a la vista de aquella cordillera de crestas que se repiten sin fin en el horizonte que es La comedia humana, Monterroso, frugal, exclama, lleno de graciosas ínfulas: “Hoy he escrito una línea, hoy me siento un Balzac”.
En su cuento “El zorro es más sabio”, de La oveja negra y demás fábulas, escuchamos la historia del Zorro escritor a quien siempre pedían un nuevo libro, a pesar de que ya había publicado dos, aclamados por la crítica. “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo, pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”, pensaba el Zorro.
En el personaje del Zorro escritor no pocos descubren al discreto Juan Rulfo, que se negó a escribir un tercer libro, o inventó que estaba escribiendo uno que se llamaría La cordillera, para que lo dejaran en paz, pero nunca lo empezó. También Rulfo tenía ese vicio de la parquedad.
Recuerdo, además, una broma de Monterroso frente a un grupo de estudiantes guatemaltecos que planeaban editar una revista y llegaron a visitarlo a su casa en la Ciudad de México para pedirle una colaboración literaria. Los mandó con otro escritor, poeta compatriota suyo, éste sí abundante hasta la desmesura, y mal poeta, también en el exilio, diciéndoles: “Pídanle a él, ése tiene bastante”.
Obras completas y otros cuentos, su primer libro, se publicó en 1959. Luego, una década después, vendría La oveja negra y demás fábulas, e, igual que su zorro, Monterroso empezó a prevenirse de no caer en las provocaciones del escribir demasiado para acrecentar su fama.
Cuando alguna vez le dije que nunca había escrito una sola línea mala, me respondió, antes de soltar su risa sosegada, que era porque escribía poco. La ilustre compañía de Bartleby. Recomendaba, además, a sus alumnos de los talleres literarios, frente a la página que uno creía perfecta, agregar algún error, para lograr así la imperfección, que es siempre una obra humana.
Igual que sus antepasados que se metían en las corrientes de los ríos a colar la arena en busca de pepitas de oro, Monterroso lo hizo con las palabras. Mucha arena colada y poco oro.
Y cuando despierte dentro de otros 100 años, seguirá allí.
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