En esta época del año, cuando Santa Claus apenas se da abasto con tantos regalos como debe distribuir a lo largo y ancho del planeta entre los niños que se portan bien y aún creen en su existencia, algunas personas, a quienes place analizar todo con la esperanza de comprender algo, se plantean a veces una cuestión difícil: ¿quién siente más gusto, el que ofrece un regalo o quien lo recibe? La respuesta más tajante es dada por quienes, decepcionados del regalo recibido, el cual no corresponde a su espera, deciden ponerlo en venta de inmediato.
Este nuevo comportamiento habría sido juzgado escandaloso todavía hace algunos años, pero hoy se ha vuelto parte de las costumbres y corresponde a las reglas despiadadas del consumo. Para estos niños y adolescentes, y a veces incluso para los padres adultos, un regalo, dado o recibido, antes de ser un símbolo de amistad o de amor, tiene en primer lugar un precio y, así pues, un valor mercantil. Tal es el nuevo mundo que se instala. Los más delicados se las arreglan para hacer desaparecer la etiqueta donde está escrita la cifra comercial, pero este pudor no puede tener otro efecto que el de reprimir con disimulación el problema obsesionante del dinero. Como los niños reprimen sus emociones y deseos menos que los adultos, no tienen escrúpulos para exhibir en su celular o en su computadora la imagen del regalo puesto en venta, orgullosos de utilizar la técnica más moderna para iniciarse en el comercio.
Los regalos, escogidos con tanto cariño por abuelas y abuelos, tíos y tías, padrinos y demás parentela consentidora de los angelitos, no arrancan a los pequeñuelos más que una mueca de decepción, cuando no de burla, ante los incomprensivos adultos que no saben diferenciar entre un juego electrónico u otro, entre una consola digital y otra. Esas mismas abuelas que no vendían los regalos indeseables, pero los guardaban para dar un roperazo y ofrecerlos cuando se presentase la ocasión a un nuevo incauto. Recuerdo una dama de cierta edad, quien, cansada de las sonrisas fingidas de sus nietas cuando venían a verla cargadas de pulseras de pacotilla que le ofrecían a cambio de un sobre abultado de billetes como regalo navideño, decidió envolverles las pulseritas que había recibido de ellas. Sobran los ejemplos de desilusionantes regalos.
El aspecto irresistiblemente cómico de estas situaciones podría inspirar a un buen autor de comedias, lo bastante generoso para arrancar la risa del público con sus propios defectos. Quizá sea mejor apresurarse a reír, como decía tan lúcidamente Beaumarchais, antes de verse obligado a llorar. Este creador de tantas comedias como Las bodas de Fígaro es la sabiduría misma. Los placeres del espíritu no son tan caros ni de tan difícil acceso como pudiera imaginarse. En la actualidad, las informaciones nos dan tantas noticias inquietantes, pandemia, crisis del comercio mundial, guerras, compras de armas, narcotráfico, que parece necesario sentirse reconfortados con la esperanza de un momento de entendimiento y comunión. Tal es el genio de los verdaderos artistas, capaces de exaltarnos o inspirarnos una reflexión enaltecedora.
El regalo que nos ofrece Cervantes con el Quijote no puede revenderse por Internet, pero sí puede compartirse. La lectura permite esta reciprocidad. El mejor regalo, de Navidad, de cumpleaños u otro festejo, que puede ofrecerse a un niño es enseñarle a leer. En lugar de pasar largas horas pasivas ante el aparato de televisión encendido, leer podría abrirle un campo inextinguible de descubrimientos y placeres al tomar un papel activo con los ojos y el espíritu atento a la lectura.
Placer de escuchar en casa una ópera de Mozart o un disco de Cole Porter. O de salir a dar un paseo por la avenida de Champs-Elysées y admirar las iluminaciones navideñas acompañados por niños capaces aún de sorprenderse. Y capaces del asombro que expresó Parménides ante el ser y de donde brota, en Elea, el pensamiento filosófico occidental.