La inesperada y holgada victoria del candidato centro-progresista Gabriel Boric y la coalición Apruebo Dignidad en la segunda vuelta electoral en Chile, abre posibilidades para la construcción de un nuevo sujeto histórico colectivo que, con eje en los movimientos sociales, los pueblos originarios y sectores de izquierda, alcance en el proceso convencional constituyente de 2022 cambios estructurales, de raíz, que trasciendan la vieja institucionalidad neoliberal pinochetista-concertacionista y permitan iniciar una verdadera transición a la democracia en la patria de Salvador Allende.
No será un proceso lineal ni estará exento de contradicciones en su seno, y además la nueva alianza popular en formación desde la revuelta social de 2019 tendrá que confrontarse con una nueva derecha radicalizada, de impronta neofascista y con ansias de revancha.
Boric, de corte socialdemócrata, es un ex dirigente estudiantil devenido parlamentario, quien firmó a nombre personal, sin el respaldo de su partido, el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución en noviembre de 2019, que dio paso a un proceso constitucional restringido, y por lo mismo, foco de grandes críticas del movimiento popular en su conjunto. La revuelta social que de octubre de ese año a marzo de 2020 estuvo peleando en las calles –una suerte de “caracazo” a la chilena−, criticó duramente a políticos como Boric, y llegaron a “escracharlo” porque lo consideraban un diputado traidor, que votó por la ley antibarricada y anticapucha impulsada por el presidente saliente, Sebastián Piñera.
Superado en la primera vuelta por dos puntos porcentuales por el candidato de la extrema derecha José Antonio Kast, los estrategas de campaña de Boric y su conglomerado Apruebo Dignidad –que incluye al Frente Amplio y al Partido Comunista− lograron sumar para el balotaje votos de fuerzas socialdemócratas, democristianas, liberales y del Partido Socialista, que en la primera vuelta habían sufragado por otros candidatos.
Aunque el apoyo decisivo −que a la postre le permitió superar a su rival por 12 puntos− provino de sectores populares, independientes, juveniles y feministas de los barrios, las poblaciones y las comunas, azuzados por el miedo al neofascismo de campaña de Kast, quien había abandonado a la derecha tradicional hace un par de años para levantar una opción ultraconservadora, fundando el Partido Republicano, reivindicando la figura de Augusto Pinochet y a la dictadura cívico-militar, con apoyo del ultraconservador senador estadunidense Marco Rubio, republicano por el estado de Florida, y de ultraderechistas venezolanos y españoles respaldados por Vox y grupos extremistas globales.
Se estima que más de un millón de votos que se expresaron en la segunda vuelta no lo hicieron por el programa moderado de Boric, sino por el miedo a caer en un periodo más regresivo, oscurantista y autoritario que el protagonizado por el ultraneoliberal Piñera los últimos cuatro años.
Explotando los temores de la ciudadanía al estilo de Trump y Bolsonaro, Kast y otros legisladores electos del Partido Republicano agitaron el fantasma del comunismo y un lenguaje de odio de cara a los comicios, logrando imponer en redes sociales y la televisión una campaña negativa y de intoxicación propagandística dominada por fake news, perfiles falsos y troleo robotizado, encarnando un proyecto regresivo de derechos, con énfasis en lo policiaco/autoritario para lograr “paz y estabilidad”, así como en la consagración del neoliberalismo y la estructura privatizadora de pensiones, salud y educación, y torpedeando el proceso constituyente.
Un programa de miedo social que incluía acabar con conquistas alcanzadas en las últimas décadas, como eliminar el Ministerio de la Mujer y el matrimonio entre personas del mismo sexo; derogar tres causales de la Ley de Aborto; eliminar el financiamiento a instituciones como el Museo de la Memoria; retirar a Chile de la Comisión Internacional de los Derechos Humanos; construir una zanja en el norte del país contra el ingreso ilegal de inmigrantes; facultar al Presidente de la República para arrestar personas en lugares que no sean cárceles, es decir, restituir los procedimientos ilegales de la DINA (ex policía secreta), que culminaron con la muerte y desaparición de miles de personas durante la dictadura de Pinochet.
Esa batería regresiva hizo que muchos ciudadanos se movilizaran y sufragaran en la segunda vuelta por Boric, quien en marzo próximo no asumirá como los tradicionales débiles gobiernos de tecnócratas neoliberales, sino que lo hará impulsado por la mayor votación de la historia de Chile desde 1964, cuando triunfó el democristiano Eduardo Frei Montalva.
El principal reto de Boric −quien ha dicho que en el país que nació el neoliberalismo éste encontrará su tumba− será administrar el impasse que representa un parlamento empatado entre el centroizquierda reformista neoliberal y el pinochetismo. Amén de que tendrá que resistir las maniobras de los poderes fácticos, entre ellos, el gran empresariado y los grupos financieros, los medios masivos hegemónicos, la “familia militar”, grupúsculos paramilitares de ultraderecha y… la administración Biden.
El factor Estados Unidos, determinante en el asalto a La Moneda y el derrocamiento de Allende en 1973, quizá haya condicionado las simplonas, sesgadas e inmaduras críticas del candidato Boric a las “dictaduras” de Cuba, Venezuela y Nicaragua, que lo acercaban más al defenestrado Grupo de Lima de la era Trump que a la resistencia emancipadora de los pueblos y gobiernos de esos países. Posición, que, de no ser rectificada, podría transformarlo en un elemento útil para la derecha, o peor aún, terminar siendo esa seudoizquierda que ansía la derecha. Una izquierda “políticamente correcta”, que, como dijo Pablo Sepúlveda, nieto de Allende, no es “ni chicha ni limonada”.
De allí, también, que el nuevo sujeto histórico en gestación desde el “movimiento de movimientos” de 2019, tendrá que reinventarse profundizando los contrapoderes populares de base.