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Algunos seres nacen sin pedir permiso. O, más bien, aparecen de súbito donde se les antoja, sea un lugar recóndito en una selva oscura o en medio de una plaza de toros. Igual se desvanecen cuando se les pega la gana, pero eso sí, dejando huellas imborrables de su paso por la Tierra. Los arqueólogos pueden quebrarse la cabeza tratando de encontrar los orígenes de los vestigios encontrados o triturarse los sesos sin comprender si esas ruinas pertenecen a algo acabado o son señales de algo apenas naciente.
Poseedores de una lógica aplastante, aunque ajena a la insensatez humana, estos seres se proclaman, sin ninguna vanidad, propietarios de dones extraordinarios, ni milagrosos ni mágicos, simplemente creativos. Belfe, por ejemplo, crea estrellas que extienden a diario los límites del universo, pues, explica, el cupo del espacio se agranda para que la estrella recién nacida pueda encontrar un lugar a sus anchas. Por las noches, mientras la gente duerme, se divierte creando sueños, en ocasiones convertidos en pesadillas ya que, como muchos cineastas que no dominan la técnica cinematográfica, él no alcanza toda la maestría de la técnica onírica. Estos errores, anota en su Diario, se deben a los malos profesores que no saben transmitir su saber. Así, Belfe se va de pinta casi a diario, para no decir a diario. Durante sus vagabundeos aprovecha para descansar pintando de azul cuanto encuentra. El color más bello, según él. ¿Debe señalarse que Belfe es un duende tan hermoso como azul? Su belleza y sus dones son la admiración de su hermanito Azi, un duendecillo verde, quien lo sigue a donde vaya, así sea el inframundo de los infiernos cuando visitan a Perséfone, su tía abuela o tatarabuela, ve tú a saber. Belfe reconoce que su curiosidad por la genealogía no va tan lejos como sus numerosos ancestros y otros colaterales. Aunque Azi pone todo su empeño en anotar las proezas de Belfe en su Diario, la rapidez de su hermano para inventar nuevas aventuras, pues él es el excelso y único escribano titulado, no le da tiempo para darles el espacio y el estilo que merecerían. No por esto, Azi está menos orgulloso de una labor que Belfe compara con la de Platón y los evangelistas.
–No todo mundo tiene la ventura de escuchar a Sócrates o a Jesús de Nazareth, mi querido Azi, no cualquiera es elegido para transcribir mis palabras a la posteridad y a la anterioridad.
¿Cabe aclarar que los dos duendes se deslizan por los túneles del tiempo como en los toboganes de una feria? Nada les causa tanta risa como ver la cara de compunción que pone Chronos, su profesor del Tiempo, cuando los ve jugar a la matatena con huesecillos y manecillas, yendo y viniendo entre las ilusiones de presagios y recuerdos.
A pesar de todas las horas que dedica a llevar el Diario de su hermano, Azi se da tiempo para dibujar bellas nubes y hacer llover. Ecologista convencido, se ocupa de plantas y árboles, bosques y selvas, especies en vías de aparición y desaparición, leones, dinosaurios, mariposas monarca y dragones. Cierto, a veces, se enreda en sus ejercicios y causa inundaciones que lo entristecen al hacerlo pensar en un mar de lágrimas.
–Qué sentimental eres, Azi, le reprocha Belfe con un coscorrón.
–Fíjate, qué necedad de la gente, le dijo cuando pasaban junto a las gigantescas jaulas de vidrio donde Hades encierra a los condenados al infierno. Esos tontos se acongojan y se retuercen de dolor al recordar momentos dichosos y pensar que ya se acabaron para siempre. Y estos otros mensos se estrellan la cabeza contra la pared porque no pueden cesar de recordar las horas horribles de su vida, igualito de terminadas que las de felicidad. En fin, cada quien construye su propio infierno, había concluido Belfe con un gesto de filósofo haciendo señas a Azi de esconderse a las miradas de Hades si querían llegar a la alcoba de Perséfone. Ella era la única diosa capaz de robar un puñado del polvo hecho de besos de amor puro para devolver un muerto a la vida. Y Azi había prometido a su amigo Orlando que bajaría al mismo infierno para resucitar a su hermanita.
Ahora se trataba de un asunto personal. Belfe estaba empeñado en poder ser visible y ninguno de los dioses del Olimpo lo escuchaba. Dioses jubilados que se pasaban el tiempo jugando a la ruleta, las cartas, los dados, cantando y bebiendo elíxires de olvido.
–¿Ves por qué no vale la pena ir a la escuela? ¿Tanto estudiar para ser un dios y que te encierren en un templo a escuchar lamentos de beatas o te crucifiquen cualquier día? Mejor irse de pinta. Mira, Afrodita me adelantó mis flechas de fin de año. Apúrate, si quieres que lleguemos al Polo Norte antes de Navidad.
Pero, como el sentido de orientación de los duendes no es el de un geógrafo, se vieron de pronto junto a un árbol de Navidad chispeante de luces azules y verdes. Se acomodaron bajo el pino navideño adormecidos por los cánticos. Cuando despertaron, abrieron su regalo: un espejo donde eran visibles durante esa Noche Buena sin fin.
* Vi lma Fuentes Narradora, ensayista y periodista, entre otros libros ha publicado Ayer es nunca jamás, Flores negras y Calzada de los Misterios.