Ahora sí que, sin vueltas ni rodeos, vámonos a los tres o cuatro relatos de nuestro ciclo, “don Adolfo, el viejo” del que, no me canso de aclarar: a este venerable adulto muy mayor de esos entonces, a estas fechas le hubiera costado más de una recomendación y dos que tres moches, conseguir una “tarjeta para el bienestar” y una tercera vacuna de respaldo para el maldecido Covid. A.R.C. tenía, al tiempo de convertirse en presidente, unos 63 años. Por lo que a mi respecta, le envidio más la juventud que la presidencia.
Según lo mencionamos la semana pasada, el gobernador de una de las primeras entidades que el candidato presidencial visitaba en su gira electoral, viejo y mañoso zorro, estuvo meditando qué actitud era la más conveniente asumir durante los dos o tres días que tendría la excepcional oportunidad de mantener en cautiverio al futuro dueño del país. Después de un recorrido de pocos kilómetros y bastantes minutos, el mandatario estatal, (que era igual taimado, aunque menos corrido que el candidato) fue al asiento especial que el Estado Mayor había adaptado para el abanderado y mañosamente indicó: “Señor candidato, me atrevo a solicitarle nos conceda unos 10 minutos para que, desde un acantilado al que vamos a llegar en un momento, podamos explicarle el problema fundamental de nuestra entidad”. Por supuesto, respondió el candidato, que veía la gran oportunidad de estirar las piernas y afrontar calambres y hormigueos que le fatigaban desde hacía rato. Ya había ido al baño tres veces y no quería despertar infundios sobre su vejiga ni su próstata, pero una levantadita no le caería nada mal.
Ya frente al profundo abismo que dividía dos inmensos territorios, el gobernante, atropelladamente le espetó: tiene usted ante sí el paraíso. Aquí se dan los vegetales, los granos, los productos cárnicos, lácteos, piscícolas que pueden no sólo alimentar al país sino, además, multiplicar nuestras posibilidades de exportación. Nosotros sólo le decimos: con vías de comunicación, no somos problema, somos una aportación muy importante a las necesidades del país. Aquí debió quedarse el gobernante, pero se excedió: Fíjese candidato, para llegar a esa gente que usted ahorita está viendo, tenemos que recorrer cuando menos tres horas de difíciles caminos y, para regresar, tardaremos no menos de cuatro. Frente a eso, el candidato simplemente respondió: ¿Tres de ida y cuatro de vuelta? Pos ni le busquen, yo aquí los espero.
Y ahora en la ciudad, mediodía de un sábado, en la puerta norponiente de Sanborns de los azulejos en avenida 5 de Mayo y una pequeña calle de una sola cuadra (entre esta avenida y la calle de Tacuba). Una familia trata de aprovechar el color verde del semáforo que le permite pasar a la acera de enfrente. A la mitad del arroyo la luz cambia y los autos que vienen por 5 de Mayo se apresuran a llegar a lo que hoy es el Eje Lázaro Cárdenas. Un atingente policía de tránsito se adelanta y marca el alto a los autos para evitar un lamentable accidente. Pero resulta que los vehículos que vienen por la extrema izquierda (pegados a Sanborns), son nada menos que la escolta del Presidente. El coche escolta pasa la calle, pero el del primer mandatario tiene que parar o atropellar al empleado de seguridad pública. Furioso, el guarura que viene junto al chofer del auto presidencial abre la puerta y le grita: “oye, pendejo, al señor Presidente no se le para en la calle”. El agente del orden se aterra ante lo que hizo, pero, dentro de la limusina una cascada voz lo reconforta: “pues en la casa tampoco”.
Otro momento. Como es bien sabido, el puerto de Veracruz es fértil tierra de agudos y perspicaces periodistas, por eso los diarios y semanarios se distribuyen más allá de la entidad. En uno de esos periódicos colaboraba un versificador y humorista fuera de serie, se llamaba Epigmenio. El diario en que publicaba diariamente sus epigramas llenos de humor y mala leche, hacían el día a los lectores. El periódico tuvo que imprimirlos en páginas interiores, pues la gente se paraba en los puestos a leer los versos de Epigmenio y luego ni el periódico compraba. El poeta, pese a su carácter festivo era de rencores y afectos permanentes, de ideas fijas y obsesiones. Cuando chamaco se enamoró de una jovencita candidata a reina del carnaval, la chica perdió, pero ya sesentona, Epigmenio la seguía candidateando cada año. Así era de enfermiza esa euforia contra un político de su generación, al que, tiro por viaje, hacia trizas en sus epigramas. Era nada menos que Adolfo Ruiz Cortines, a quien, durante su campaña a gobernador, lo trató como al payaso de las bofetadas. (Con todo y lo cual, el candidato, luego gobernador y secretario de Gobernación jamás se dio por enterado).
Pues resulta que, a mediados de octubre de 1951, el Cachorro de la Revolución, Miguel Alemán (Lombardo Toledano dixit), comunicó, urbi et orbi, que el joven líder sindical Fidel Velázquez había hecho saber que las bases priístas habían manifestado su libre y democrática voluntad de apoyar al secretario de Gobernación como candidato a la Presidencia del país. Ese día, en su mesa de costumbre en La Parroquia, Epigmenio comenzaba a pergeñar los letales versos de su epigrama del día 15, cuando uno de los niños garroteros (los que limpian las mesas), le trasmitió el llamado del gerente del local. Le urgía que fuera a la oficina. Allí lo esperaba, acompañado del director del periódico y otros colaboradores. No se anduvo con rodeos. Le extendió un telegrama y le dijo: entérate. El versificador lo leyó en voz alta y tan sólo comentó: “Por este y otro sexenio, chingó a su madre Epigmenio.”
No tengo pruebas, pero dicen que agregó: “Hoy al pueblo mexicano, //le perforaron… el voto. //Con ese adminículo roto, //ni a llorar te atrevas, hermano.
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