En Francia, la pandemia provocada por el coronavirus ha desarrollado una inquietud angustiante que deriva en polémicas donde los puntos de vista más opuestos se confrontan.
La salud se ha convertido en principio y bandera de muy diversos militantes. Desde luego, ya no se trata de la salud eterna y el ingreso a los cielos. Se trata de mantenerse en perfecta salud y evitar virus, enfermedades y otros contagios. La aparición del coronavirus no ha hecho sino acentuar temores y fobias en nombre de la guerra contra los peligros sanitarios. Sin embargo, los métodos para conservar la salud son variables y, en ocasiones, opuestos. Ante las mutaciones del Covid-19, por ejemplo, hay quienes toman la vacuna como un talismán y quienes consideran la vacunación como un veneno a largo plazo. Confinamiento para protegerse del contagio, aislamiento que conduce a la depresión, los atisbos de locura, los intentos suicidas.
Para mantenerse sano hay quienes corren a diario durante una buena hora, aunque tengo amigos que se han infartado en plena carrera, cuando no se hacen atropellar por un chafirete. Hay también los militantes contra el cigarro, el alcohol y otras drogas. Quienes, para cumplir con las horas de sueño necesario a la estabilidad mental y física, abusan de somníferos y narcóticos. Asimismo, existen quienes creen en el optimismo y mantienen el rictus de su sonrisa incluso en los entierros. Así, es difícil escapar a las discusiones infinitas sobre los métodos para seguir sanos y salvos en esta lucha mortal y, sobre todo, cuando se habla de alimentación.
“Antes se vivía para comer, hoy se come para vivir”, es una afirmación que se ha vuelto refrán... aunque nadie pueda afirmar que todo mundo podía vivir para comer. Sin embargo, la segunda parte de esta afirmación podría afinarse diciendo que se come para sobrevivir. Y no me refiero a la gente que sufre el hambre a causa de la miseria, sino a todas las víctimas de las prohibiciones culinarias dictadas por las promesas de salud y vida eterna aquí y ahora en este bajo mundo.
En efecto, desde hace algunos años, aumentan los consejos de la “debida alimentación”. Indicaciones que no sólo provienen de nutricionistas y otros expertos en dietas y proteínas. Se suman a estos consejeros los militantes vegetarianos y veganos. En la ciudad de Lyon, en Francia, las autoridades han decidido retirar la carne de la comida que se da a los alumnos en los restaurantes de las escuelas. En otra ciudad francesa, se pretende prohibir comer foie gras a causa de los malos tratos a gansos y a patos para causar la inflamación del hígado necesaria a este producto que durante siglos hizo la delicia de gastrónomos y golosos. La esbeltez parece ser una prueba de buena salud y un naciente raquitismo sería una esperanza de larga vida, mientras cualquier asomo de gordura, para no hablar de obesidad, es una señal fatídica. Muchas personas pasan ahora parte de su tiempo analizando la composición de los alimentos que compran.
¡Qué lejos estamos de las deliciosas comilonas descritas por Balzac o por Dumas! La gente podía comer sin miedos ni culpabilidades. Hoy, quien ingiere un huevo siente el deber de sufrir pensando en la vida del ser asesinado antes de nacer. Nuestros modernos contemporáneos, practicantes del fast food, comen de prisa, sin sentarse a una mesa, pues prefieren aprovechar esos momentos para dar una digestiva caminata. Nuestros ancestros, o al menos los privilegiados, disfrutaban de las horas de la comida para practicar otras artes indispensables a la salud mental: rencuentros, convivencia, amistad, conversación. Este arte de vivir corre, quizás, el riesgo de verse en peligro a causa de las severas medidas impuestas en algunos países para protegerse de la pandemia. ¿Es necesario cesar de vivir para seguir en vida?, preguntan con ironía quienes no temen pensar a contracorriente de la política conforme. ¿Vale la pena enfermarse en nombre de la salud?