A la memoria de Helga Korkowski, por siempre recordada.
Querida Mina:
A estas horas ya debes estar en tu nueva casa. Me imagino el trabajo que tendrás pero, tal como te prometí, ante ninguna circunstancia voy a romper la costumbre de escribirte. Hasta ahorita tuve tiempo, pero quise hacerlo desde en la mañana porque necesitaba contarte una cosa rara que me sucedió hoy: aún no me había levantado, creo que estaba medio dormida, cuando de pronto se me vino a la cabeza la canción que estuve ensayando para un festival de mi escuela primaria.
Comprenderás que de eso han pasado muchísimos años y, sin embargo, la canté completa y hasta puse énfasis en los versos que la señorita Elvira subrayaba en el pizarrón: “Recuerden, pollitos,/ que en este lugar/ su padre el gallo es la autoridad./ Temprano a diario se oye su voz/ y es porque quiere que salga el Sol.” Lloré.
No alcanzo a entender que una cancioncita infantil me haya emocionado hasta las lágrimas y, sobre todo, que me haya hecho recordar infinidad de cosas que no había vuelto a revivir: como el aire matutino helado y aquella especie de bruma que durante el invierno se metía entre las ramas de los fresnos que bordeaban la única avenida del barrio. Me recordó también las casas con soportal de madera y techos de dos aguas. El tranvía, los niños corriendo para llegar a la escuela antes de que Matilde, la conserje, le pusiera el candado a la reja.
II
Para mí, la mejor época eran las semanas que nos dedicábamos a preparar el festival de fin de año en la escuela. En esos días, la luz que entraba a los salones era distinta, limpia, blanca; la hora del recreo se hacía unos minutos más larga. A media mañana, los maestros nos autorizaban a salir para que ensayáramos las canciones y los bailables del programa en nuestro auditorio. Si lo hubieras visto... Era un cuarto de techo muy bajo y con piso de duelas, mal iluminado, con un escenario circular y en el centro el piano que la maestra Elvira aporreaba sin piedad.
Ella era una mujer bajita, sin cuello, redonda, calva, que por lo general iba vestida con hábito Carmelita –según nos explicaba– para agradecerle a la Virgen los muchos favores recibidos por su numerosa familia. Hacia el final del curso, si ya habíamos cubierto el programa de estudios, dedicaba el tiempo de la clase a contarnos películas o aventuras de su infancia, en un pueblo que cambiaba de nombre a gusto del presidente municipal en turno. La maestra Elvira atribuía a las frecuentes modificaciones el hecho de que su terruño hubiera tardado años en ocupar un sitio en el mapa.
Recuerdo que una mañana nos platicó que en un mes de diciembre había llegado a su pueblo una caravana de artistas, entre los que se encontraba una soprano delgadita, con flores de terciopelo en el cabello y un vestido azul cielo, recamado de lentejuelas. Después de verla y de escucharla, su sueño fue convertirse en famosa cantante de ópera, otra Ángela Peralta reconocida en el mundo entero.
Mina, aunque no me lo creas, recuerdo que al terminar su historia la maestra Elvira nos recorrió a todos con su mirada, se frotó las manos como hacía siempre para quitarse el polvo de gis y nos hizo una confesión que no he olvidado: “Por más que me esforcé en realizar mi sueño, no lo conseguí. Mi destino era otro: convertirme en maestra de niños como ustedes. Me gusta mi trabajo, y mucho. Cuando los veo trabajar y entusiasmarse por algo pienso: ¿cuál irá a ser su destino? Ojalá la realización de sus sueños esté escrita en él.”
III
Hay otra persona a quien la dichosa cancioncita me hizo recordar. Creo que nunca te he hablado del señor Pulido. Era ingeniero de caminos. Viudo. A raíz de un accidente que tuvo repercusiones graves en su salud, decidió renunciar al ejercicio de su profesión y dedicarse a impartir clases particulares de matemáticas y química en su casa: era muy grande y estaba por los rumbos de Popotla, a unas cuadras del otro Árbol de la Noche Triste.
Al igual que muchos de mis compañeros, antes de presentar mi examen de admisión para la secundaria fui alumna del señor Pulido. Nos recibía en el comedor. Era un cuarto muy amplio, luminoso y bien amueblado. Sin embargo, allí me sentía a disgusto por un detalle: en la mesa siempre estaba, junto con el palillero y varias cajas de medicina, una cacerolita protegida con una bolsa de plástico. A través de ella podían verse los restos de comida, por lo general trozos de carne, sobre los que se iba formando una costra de grasa blancuzca, repugnante.
Sería injusta si no te dijera que, a pesar de las “momias de bistec”, aprendí mucho en las clases del señor Pulido; muy dinámicas y a veces amenas y eficaces: logré aprobar el examen de admisión. La mañana en que lo presenté fui a la casa de mi instructor para darle las gracias y hacerle la promesa de que siempre que pasara por esa calle iría a visitarlo un momentito. “¿De veras?”, preguntó, aunque por anteriores experiencias conocía de antemano la respuesta.
Desde luego, nunca volví a visitar al ingeniero Pulido. Lo he deplorado muchas veces. Al hablarte de él, aunque sepa que ya no vive, lo imaginé como lo vi la última vez: parado en medio del comedor, escuchando las falsas promesas de algún nuevo alumno.
IV
Cada estación carga su propia luz, sus rumores y aromas: todo junto forma una especie de escenografía que se despliega y contra la que van apareciendo lugares y personas de otro tiempo. Este diciembre me trajo –¿me devolvió?– lo menos esperado: la canción infantil, el aire helado, la avenida, la niebla, la escuela, a la maestra Elvira y al señor Pulido.
¿A qué se deberán tantos recuerdos? No sé. Tal vez a que está a pocos días de llegar el invierno.