Tras años de espera, desde las cumbres estatales se empezó a abrir paso la idea de que era necesaria una reforma legal que abriera espacios para todos los actores políticos y sociales presentes. Por su parte, la oposición de izquierda se fusionó y reinventó, como ocurrió con la Coalición de Izquierda y el PCM, el PSUM, el PMS y el PRD, permitiendo nuevas miradas y valoraciones de la política, también de la importancia que debería tener el Estado, renovado por las nuevas emulsiones políticas que se alimentaban de vastas corrientes de reclamo social.
La derecha política, por su lado, agrupada en el Partido Acción Nacional amplió y reafirmó sus vínculos con el empresariado, cuyas vanguardias habían roto sus pactos históricos con la coalición gobernante al calor de la nacionalización bancaria de 1982.
Desde esas configuraciones y reconfiguraciones provinieron iniciativas y propuestas que desembocarían en los acuerdos tácitos y expresos con el IFE, la modernización electoral, etcétera. La gran plataforma fue el formato de democracia representativa que, a su manera, había cultivado Acción Nacional a lo largo de su historia. Lo que resultó de ese magno proceso de cambios y talantes, algunas veces dirigido e inducido, fue una polis híper poblada por caracteres disímbolos, pero con ambiciones comunes de “apropiación política” de la política, que no se veían desde los años de la reconstrucción que siguió a la guerra civil desatada por la inconclusa revolución maderista. Apropiación política que, sin embargo, soslayó la deuda social, cuestión central que recoge un reclamo histórico que ha sido pospuesto por los proyectos de cambio económico emprendidos, y que hubo de “acomodarse” a mutaciones estructurales de la economía y del mundo laboral de grandes implicaciones para los trabajadores, pero, en su mayoría, hostiles al reclamo social que proclamaban los destacamentos sindicales de la década de los 70.
Así, el cambio político que tuvo lugar quedó en deuda con los contingentes que más habían contribuido a la pedagogía democrática y cuya tradición de alianza con el Estado había sido conculcada por el mismo Estado y por los principales regentes de aquel sindicalismo que Galván y los electricistas democráticos habían buscado transformar para que fuera la palanca de un nuevo proyecto nacional, capaz de cumplir con los postulados constitucionales y ampliar la tradición revolucionaria.
Los militantes de convicción comunista, en muchos casos marxistas-leninistas, refutaron las pretensiones reformistas y desde el movimiento armado, combatido con creciente saña gubernamental, decretaron la expulsión de fórmulas discursivas diferentes a las de revolución total.
Pero la realidad se ha probado más compleja y rejega que los discursos únicos y la experiencia fundadora de la Corriente Democrática priísta encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Ifigenia Martínez y otros más, mostró la eficacia histórica que la visión reformista todavía tenía. Ímpetu reformista de instituciones políticas que desem-bocó en las leyes electorales, el IFE y el sistema plural de partidos, así como en las varias alternancias logradas.
El cambio político de fin de siglo ha quedado inconcluso si, por ejemplo, se le evalúa con criterios emanados de la vasta experiencia de cambio social y político vivida en Europa, con la Social Democracia y la Democracia Cristiana, y en Estados Unidos con los proyectos de “gran sociedad y guerra a la pobreza” impulsados por el presidente Johnson, buscando continuar el proyecto de Roosevelt y su New Deal. Aquí no hemos tenido nada igual después de la égida cardenista, y la consumación de la fase de alternancias no parece prometer mayor cosa al respecto.
Hoy nuestra democracia es ineficiente e insuficiente, incapaz de incluir y de generar políticas de transformación económica que tengan a la cuestión social en su horizonte y corazón. En palabras de Pepe: “(…) (si bien) el diseño constitucional en materia de división de poderes se abría paso, dejando en el pasado una Presidencia todopoderosa que tenía en los nuevos tiempos que coexistir con los otros poderes constitucionales y órganos autónomos del Estado (…) Por otro lado, esas transformaciones progresivas eran opacadas por fenómenos diversos que alimentaban un potente malestar (…) un crecimiento económico famélico que no lograba ofrecer un horizonte productivo a los jóvenes, multiplicando la informalidad y la desprotección de millones, más una desigualdad oceánica y una pobreza imbatible (…) Esas realidades no sólo generaban fastidio entre la población, sino que no permitían valorar lo construido en términos democráticos” (pp. 11 y 12).
Hay que enfatizar las veces que sea necesario en el punto: la deuda social es, ha sido, la gran faltante de nuestro vuelco político. Nuestro edificio democrático no asumió el tema social como punto fundamental de su agenda de construcción institucional; se impuso el formalismo jurídico-institucional como código maestro para “pensar” y conducir la política y el Estado, y su mantenimiento en las alturas ha enajenado la política formal, concreta, cotidiana.