En los años 80, el secretario de Educación Pública, Jesús Reyes Heroles, concibió el Sistema Nacional de Investigadores con el ánimo de fortalecer esta actividad, dado que había crecido el número de egresados de las aulas con calificación para dedicarse primordialmente a ella.
Ya en la década anterior, en algunas instituciones oficiales se habían establecido más “plazas de tiempo completo” para que algunos se dedicaran a la generación de nuevos conocimientos. Pero no faltaron ocupantes con pocas intenciones de trabajar.
De ahí que don Jesús concibiera que, con una mínima burocracia y calificados por sus pares más distinguidos, se favoreciera económicamente con “becas”, en principio trianuales, a quienes cumplieran con su deber, a más de crear un escalafón sencillo para dar lugar a la mejoría de los esforzados.
Era el modo de rescatar a “los buenos” de la jugarreta que les preparó a los “malos”. A éstos, en aquella época de inflación gigantesca, se proponía constreñirlos a los incrementos salariales establecidos en los distintos convenios laborarles que merodeaban 10 por ciento anual, en tanto que la inflación llegó a ser 10 veces mayor.
Pensaba que los holgazanes acabarían por irse si no se conformaban con ganar una miseria.
Asimismo, Reyes Heroles decidió aprovechar las ventajas que podía ofrecer la antigua figura del aprendiz para coadyuvar a la formación de nuevos especialistas junto a los más calificados, evitando la explotación de la que otrora habían sido víctimas los noveles de cualquier oficio. Ahora percibirían un dinerito por tiempo no mayor de tres años. No sé si haya estudios sobre su rendimiento, pero se puede garantizar. Hubo excepciones, claro, pero de ellas podía zafarse fácilmente el investigador.
Un principio de esa gesta era llevarla al cabo con un mínima burocratización y que los investigadores tuvieran la voz cantante. Eso se ha perdido: ahora es una cauda de burócratas la que impone normas que han enredado un proceso antaño muy sencillo.
Aparte de que, a partir del año 2000, se fue perdiendo la preeminencia del carácter de investigador para favorecer a los profes de instituciones privadas. Se olvidó el sentido original, pero ello fue corregido de manera drástica por la actual administración, sin que lo aplaudiéramos debidamente.
Sin embargo, también los trámites se habían tornado ya más complejos y esto subsiste. Ahora se gasta mucho más de lo debido en nóminas administrativas cuyas nuevas disposiciones, especialmente desde la lejanía, se han vuelto difíciles de sortear.
Es el caso de los ayudantes de investigación, generalmente con pocos recursos, a quienes se tarda ahora horrores en mandarles la primera paga y, lo que es peor, con frecuencia, inopinadamente dejan de recibirla con base en trámites extraños que continuamente no se pueden solucionar sin viajar hasta las oficinas de la avenida de los Insurgentes. Cabe recordar lo complejo que resulta para quienes viven en provincia.
En este momento hay muchos casos así, incluso se les ha anunciado que los pagos suspendidos no les serán abonados después porque el dinero se ha perdido en ese diabólico laberinto administrativo o, ¡cuidado!, tal vez en bolsillos de hábiles funcionarios.