En toda la segunda mitad del siglo XX, los corporativos intelectuales discutieron sólo dos veces su relación con el poder. La primera, en 1972, si apoyaban o no al presidente Luis Echeverría y la segunda, en 1992, sobre el dinero público.
En una, salían de las matanzas de 1968 y 1971 y, aunque ahora parece absurdo, debatieron sobre la posibilidad de un golpe de Estado, sin reconocer que la guerra sucia contra los opositores se desataba desde la Presidencia. En la otra, sobre quién tenía derecho a financiar a sus dos revistas y encuentros, si la partida secreta de Carlos Salinas o una televisora privada que se mantenía de la misma discrecionalidad del jefe del Ejecutivo federal. La democracia nunca fue un tema. En los hechos, y no en los ensayos, no sólo los dos caudillos culturales, Enrique Krauze y Héctor Aguilar Camín, flanquearon al candidato del PRI en 1988 en su gira por Tabasco, sino que avalaron, junto con Octavio Paz, el fraude electoral, al que llamaron “bautizo democrático”. Con el mismo argumento –la estabilidad– avalarían el resultado espurio de 2006. Además del dinero público, compartieron la versión mexicana del fin de la historia: bipartidismo, desregulación económica, evaluación gubernamental de unos expertos y no desde la sociedad; la democracia como un estado ahistórico, universal, de procedimientos, que adornaba la corrupción con los ropajes de lo moderno y lo occidental.
Recuerdo estas miserias ahora porque ambos corporativos están juntos en su denuncia de “la deriva autoritaria” del cambio de régimen. De nuevo, la democracia no es tema, salvo porque les resulta excesiva, demasiado ciudadana. Como en 1988 y 2006, la legitimidad del sufragio no es importante y menos su mandato. La ningunean con el término “plebiscitario”. Se oponen a las consultas. Como en esos años, oponen el “gradualismo” a la transformación, la estabilidad al cambio, el privilegio como derecho ganado a las garantías constitucionales. No debaten entre sí su relación con el partido único de 70 años –al que Paz se negó a llamar “dictadura” y prefirió: “partido hegemónico”– ni con el saqueo predatorio de los bienes públicos y la cruel desigualdad que significó el neoliberalismo mexicano –al que Salinas denominó “liberalismo social”– y menos con la corrupción, a la que se le creyó, junto con la violencia, idiosincracia vernácula. Al contrario, enfocan sus baterías, ricas en comparaciones dislocadas –que van de Hugo Chávez a Díaz Ordaz, pasando por Hitler, Putin y Trump–, hacia el supuesto “totalitarismo” de un Presidente legítimo, que se somete al escrutinio diario y a la revocación de su mandato. Y, en esa deriva retórica arrastraron a los tres partidos opositores que entendieron su papel como sabotaje instantáneo y desestabilizador. Pasaron así la primera parte del sexenio. Los sufragios ciudadanos, los índices de aprobación presidencial, haber pensado que existía una democracia sin pueblo, llena de partidos/competencia/alternancia, pero sin expectativas, finalidades de la vida en común, y soberanía, los hicieron naufragar.
Pero también es la propia idea de que la Historia la hace la voluntad de un solo personaje. Así, publican una historia patria donde la represión de Díaz Ordaz se da por su alejamiento del ideal helénico o El Pípila no existe como símbolo revolucionario sino acaso como apodo de un narco. En la ecuación presidencialista de su derrota no caben los ciudadanos –a los que llaman “masa”, “feligresía”, y hasta “perros”–porque siempre usaron la palabrería democrática como legitimación del orden unipersonal establecido y ahora se topan con una politización de millones que expresan públicamente su disenso con el pasado reciente. Que la democracia se produzca en las sociedades y no en los escritorios donde se redactan leyes y recetas, los lleva a pensar en algo insondable: el problema de la democracia es que se democratice.
Si alguna vez creyeron que el final de la historia era el reinado del libre mercado y las elecciones, ahora se topan con su propia premodernidad: los plebeyos se hacen ciudadanos, publicitan sus conflictos, adhieren sus demandas al discurso troncal de la lucha contra la corrupción. Como escribe Jacques Rancière en El odio a la democracia: “El poder del pueblo no es el de la población reunida, de su mayoría o de las clases trabajadoras. Es simplemente el poder propio de los que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados.
No es posible desembarazarse de este poder denunciando la tiranía de las mayorías, la estupidez del gran animal o la frivolidad de los individuos consumistas. Porque, entonces, hace falta desembarazarse de la política misma”. Si seguimos el discurso de la derecha, notaremos que, en cuanto el sufragio deja de favorecer a los propietarios, los que saben o saben hacer, al menos en el ámbito de ruptura simbólica, entonces se dice que el sueño de la democracia produce monstruos. Uno de ellos es la política como ese plantear cada vez los límites entre público y privado, entre soberanía popular y libertades individuales, entre participación e intimidad. Lo que dicen ahora ambos corporativos intelectuales no es “totalitarismo”; es una irrupción de lo político en la política.
El término “deriva” nos lleva al final de estos breves apuntes. El naufragio que pinta Théodore Géricault en La balsa de la Medusa (1819) es mucho más una metáfora del liberalismo que de la revolución. Medusa era una nave francesa con destino a Senegal, cargada con implementos para saquear a su colonia. El inepto capitán había obtenido su puesto por ser monárquico y amigo de Luis XVIII, no por ser buen marinero. Después de hacer agua, abandonó a 147 personas a su suerte en una balsa. Eran los carpinteros, mineros, marinos pobres. En la pintura hay un cuerpo a medio comer –hubo canibalismo–, un hombre negro agitando una bandera roja, y un condenado con los ojos de la resignación. A lo lejos se ve el barco que los rescatará. Ese es el país que votó en 2018 y que algunos todavía no pueden mirar.