Ciudad de México. En un apartado sitio del poniente de la Ciudad de México, entre las calles de un barrio popular adonde se llega sólo por referencias previas, se ubica la Casa Tochan, un albergue para migrantes que por ahora los recibe con un pudoroso mensaje en la puerta: “en este momento, el albergue se encuentra sin cupo”. Es una amable versión de lo que su coordinadora, Gabriela Hernández, describe sin matices: “estamos colapsados”.
Una expresión metafórica para explicar que Casa Tochan no tiene más espacio para solidaridad, pues en la laberíntica casa improvisada como estancia deambulan decenas de haitianos y centroamericanos hacinados ante el desbordado crecimiento de migrantes que han llegado a la Ciudad de México desde septiembre. “No nos damos abasto…”.
Es la misma historia en los cinco albergues civiles que auxilian a migrantes en la capital del país. Lamentablemente, acota Hernández, abandonados por el gobierno capitalino al que han solicitado infructuosamente ayuda. Apenas unas raciones de comida, pero sin atender una demanda urgente: que se involucren en la atención de migrantes.
La entrevista se interrumpe por la llegada de Pierre, un haitiano acompañado de su esposa, sus tres pequeños hijos y un primo de 15 años. Aunque Hernández afirma que el albergue opera a más de 200 por ciento del espacio disponible, confiesa una debilidad: “este era originalmente un albergue para hombres y cuando llegan solos pues hemos tenido que rechazarlos ante la saturación… cuando llega una mujer con hijos me angustia mucho, porque es imposible no abrirles las puertas”.
Dedicado a la albañilería, Pierre salió con su familia de Brasil, donde su vida cambió radicalmente en los últimos tiempos y ahora busca un mejor horizonte. Es un trayecto y la historia de decenas, miles de haitianos que han arribado a México huyendo de los países que los acogieron originalmente (Brasil y Chile), pero con la certeza de que el caos que prevalece en Haití hace imposible regresar.
Casa Tochan tiene su historia. Se remonta al siglo pasado cuando se formó como un centro cultural, “Monseñor Óscar Arnulfo Romero”, que muy pronto se transformó en un espacio de refugio para quienes venían huyendo de los conflictos armados y represión en Centroamérica.
“Aquí estuvo Rigoberta Menchú, antes de que ganara el Premio Nobel de la Paz… y de que fuera amiga de Carlos Salinas”, matiza Hernández. Eran tiempos bélicos en Centroamérica.
Paradójicamente, Casa Tochan surge como tal bajo el eufemismo de la guerra contra el narcotráfico decretada por Felipe Calderón y su efecto devastador entre los migrantes. Era 2011, aquel año de la masacre de San Fernando, pero también cuando se agudizaron los riesgos para quienes cruzaban el territorio nacional para llegar a Estados Unidos.
Ese fue el entorno en que los migrantes comenzaron a llegar al centro que pronto se transformó en Casa Tochan en 2011 (Nuestra Casa, en náhuatl). “No ha cambiado mucho, lamenta”.
Entre la diversidad de nacionalidades de los residentes del albergue, David es un hondureño que salió huyendo de San Pedro Sula. Extorsionado por los maras y amenazado de muerte, salió de Honduras a salto de mata una madrugada. Un episodio que lo persiguió hasta Tapachula, donde se encontró de nuevo con quienes lo amagaron.
El miedo a la muerte lo trajo hasta Tochan con todo y sus hijos y esposa, donde espera obtener la calidad de refugiado.
Como él, en el albergue hay decenas de desesperanzados migrantes que buscan un viraje en sus vidas, sea de paso rumbo al norte o regularizar su estancia en México para evitar extorsiones y abusos de autoridad, para trabajar y poder mantenerse, porque en Tochan solo encontrarán refugio tres meses.
Desesperados por el vacío gubernamental, sus coordinadores enviaron una carta a la jefa de Gobierno capitalino, Claudia Sheinbaum, para afrontar la crítica situación que enfrentan los albergues: “hacemos un llamado urgente a las autoridades de la Ciudad de México. Los albergues ya no tenemos capacidad para atender más grupos de personas que están y seguirán llegando a la ciudad”.