El Día Internacional del Migrante es una efeméride que ofrece escasos motivos de celebración. De acuerdo con la Organización Mundial de las Migraciones (OIM), en 2020 a nivel mundial, una de cada 30 personas tenía estatus de migrante, lo que significa 2.6 por ciento de la población y 281 millones de seres humanos; pero estos desplazamientos se han hecho a un costo muy alto: desde 2014, más de 45 mil 510 personas migrantes han perdido la vida en ruta a sus países de destino. De ellas, más de 18 mil 590 perecieron en la ruta del Mediterráneo central. Sólo este año, el Proyecto Migrantes Desaparecidos del OIM ha registrado 4 mil 504 muertes y desapariciones entre quienes intentaban llegar a otros países; 651 se produjeron mientras trataban de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, la cifra más alta en seis años.
Con motivo de esta fecha, la Red de las Naciones Unidas sobre la Migración llamó a promover la cooperación internacional y a consolidar las asociaciones a todos los niveles “en aras de una migración segura, ordenada y regular”, pero el exhorto parece destinado a caer en terreno estéril, toda vez que la posibilidad de emprender una migración regular está determinada por lo que la OIM llama la “lotería del nacimiento”.
Así, mientras los ciudadanos de Japón, Singapur y Alemania pueden visitar sin visado más de 190 países, los originarios de Siria, Irak y Afganistán apenas pueden acceder sin ese documento a una treintena de estados, por lo que se da la cruel ironía de que quienes más requieren mudar su lugar de residencia menos posibilidades legales tienen de hacerlo. Como advierte el Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados, para las personas migrantes la falta de acceso a un estatus migratorio regular implica la negación de derechos, la separación de las familias, la violencia de género y el agravamiento de las desigualdades.
México, sin dejar de ser uno de los principales países expulsores de migrantes, ha experimentado una marcada transformación al convertirse, de manera primordial y cada día más acusada, en territorio de tránsito e incluso de destino. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía indica que entre 2015 y 2020 migraron 802 mil 807 mexicanos, una cifra importante pero que representa una disminución de 309 mil emigrantes con respecto al periodo 2005-2010, y menos de la mitad de quienes salieron entre 1995 y 2000. En contraste, se han disparado los ingresos de personas que buscan atravesar el territorio mexicano para llegar a Estados Unidos o que desean instalarse en nuestro país: si en 2019 se registraron 70 mil 422 solicitudes de asilo, sólo de enero a octubre de este año la cifra se elevó hasta 108 mil 195 peticiones, y el flujo no da señal alguna de cesar.
En este contexto, la Secretaría de Gobernación informa que 70 por ciento de los migrantes que intentan cruzar nuestra frontera con Estados Unidos –denominada por la OIM “el corredor migratorio más grande del mundo”– recurre a los servicios de polleros vinculados con el crimen organizado. Esta confluencia de las necesidades de quienes huyen de la violencia, la miseria y la falta de oportunidades con el afán de lucro de grupos criminales de alcances trasnacionales remarca la urgencia de poner en marcha un abordaje integral de la problemática migratoria, pues la situación actual no sólo pone en riesgo la integridad y la vida de cientos de miles de personas, sino que fortalece a elementos delictivos que amenazan al conjunto de la sociedad.
En lo que toca a las naciones desarrolladas, la comunidad internacional debe exigirles que asuman su responsabilidad ante quienes tocan a sus puertas, en particular en lo que respecta a las migraciones motivadas por guerras o desastres propiciados por la política intervencionista de las propias potencias.