El presidente Andrés Manuel López Obrador reiteró ayer su respaldo a su homólogo peruano, Pedro Castillo, y condenó las maniobras de los partidos de derecha y ultraderecha que el pasado 7 de diciembre intentaron removerlo de su cargo mediante una moción en el Congreso. Cuestionado durante su conferencia de prensa matutina, el mandatario señaló que el golpeteo político y mediático contra Castillo responde al modo de actuar de los sectores conservadores del continente, y deploró que se quiera destituir a un presidente “sólo por la rabia conservadora y los intereses de las minorías”. El lunes, el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Rogelio Ramírez de la O, y otros integrantes del gabinete viajaron a Lima para manifestar el apoyo del gobierno de México a una administración surgida de un movimiento popular y de las comunidades olvidadas por la clase política peruana.
Estas muestras tangibles de respaldo al líder andino desataron reacciones viscerales de voces conservadoras de ambas naciones, e incluso fuera de ellas. Para estos sectores, el proceder del Ejecutivo federal mexicano constituye una inadmisible intromisión en la vida política peruana, cuando la actitud fraterna que ha caracterizado a la relación bilateral desde que inició la presidencia de Castillo forma parte de la deseable y necesaria recuperación del lugar histórico ocupado por México en América Latina, una de cuyas notas principales fue y debe ser la defensa de la autodeterminación de los pueblos. En este caso, se asume la causa del respeto a la voluntad del pueblo peruano denunciando lo que se configura como un nuevo episodio de lawfare, es decir, de uso de maquinaciones judiciales y legislativas para deponer a mandatarios incómodos a los intereses de las oligarquías, como ya ocurrió contra Dilma Rousseff en Brasil y Fernando Lugo en Paraguay.
El hecho es que en Perú hubo una elección ganada por Castillo de manera limpia y democrática, y que quienes quieren derrocarlo apenas cuatro meses después de su toma de posesión son los sectores oligárquicos de siempre, los cuales consideran a los aparatos de gobierno como parte de su patrimonio hereditario e indivisible. Esos grupos no pueden procesar que un maestro rural sea presidente, de la misma manera en que en México permanecen reacios a asimilar el liderazgo de un personaje ajeno a las élites, que habla desde y para el pueblo, así como tampoco perdonaron a Evo Morales el ser indígena, a Hugo Chávez el ser afrodescendiente, a Lula el ser sindicalista, a Dilma su militancia izquierdista y a Cristina Fernández lo que sólo pueden entender como una traición de clase.
La reacción frenética ante la solidaridad mexicana es, pues, reflejo paradigmático de un pensamiento oligárquico excluyente, clasista, racista y corrupto que debe ser enfrentado en cualquier punto del planeta. Por ello, cabe saludar que México retome su papel en el concierto latinoamericano y que lo haga denunciando a de esas oligarquías que han asolado a nuestra región de forma continuada y sistemática.