Por fin, en 2021, con motivo de los 500 años de la derrota del imperio mexica, y la consecuente conquista de los españoles sobre las sociedades originales de América situadas en el territorio de lo que en adelante sería la Nueva España, se han escrito varios libros. La conquista, de Enrique Semo, y La batalla por Tenochtitlan, de Pedro Salmerón Sanginés, destacan entre ellos por dos razones: su metodología –marxista en Semo y crítica en Salmerón– y su altura historiográfica.
El valor de esos dos libros da su dimensión exacta a todos aquellos donde la zalema proimperialista inventó una fraseología engañosa para borrar o, al menos, eludir una serie de actos violentos cometidos por el imperio español, en alianza con la Iglesia católica, para conquistar, dominar, expoliar y saquear a esas sociedades.
La llegada azarosa de los españoles a América significó el inicio de un orden global que afianzó el desarrollo de la acumulación precapitalista con base en el robo con violencia y en ciertos casos con tormento, de aquella que habían logrado atesorar durante siglos los pueblos amerindios y sus élites. Más tarde, el despojo de sus minas, mediante el trabajo esclavo, la servidumbre y el tributo a la corona, constituiría la mayor fuente de la riqueza de la oligarquía novohispana y, por tanto, de la corona y del desarrollo económico de Europa.
La esclavitud (“la leyenda negra de España” resultaba una tira cómica frente a su bestial cotidianidad) ha merecido, por su significado antihumano y profundamente cruel, numerosos estudios de autores de casi todo el mundo. A pesar de las Nuevas Leyes de 1542 dictadas por Carlos V y las ordenanzas de algún prelado católico, el tráfico y explotación de esclavos –sobre todo africanos, pero también amerindios– mantuvo su vigencia, abierta o simulada, a lo largo de la colonia. El testamento de Cortés es claro: deja 100 esclavos a sus herederos. No por nada Hidalgo y Morelos prohibieron la esclavitud como primerísima medida independentista.
La conquista no fue unívoca ni sincrónica, sino –como dice Semo– un proceso con modalidades y tempo distintos en cada una de las grandes regiones del territorio novohispano (el Gran Septentrión, Mesoamérica, y el Sur-Sureste) y en ellas de diversas unidades étnicas, geográficas y demográficas (ciudades-Estado, cacicazgos y rancherías o tribus de asentamiento estacional según las posibilidades de acceso a la caza, la pesca y la recolección) con costumbres, lenguas diferenciadas, y con menos alianzas que rencores entre ellas, pero sobre todo en relación con el imperio central de los aztecas.
La derrota azteca a manos del breve ejército español comandado por Hernán Cortés dio franco inicio a ese proceso, señala Semo. Ambos, él y Salmerón acreditan el éxito de los españoles, menos a la hazaña guerrera de Cortés y sus huestes –según sus apologistas– que a dos hechos confluyentes: uno de índole cultural, es decir, la asunción primera de que los conquistadores venidos de ultramar cumplían la antigua profecía mitológica del regreso de Quetzalcóatl, esa mezcla del héroe cultural con la figura divina; y el segundo, la alianza de pueblos con los conquistadores en contra del imperio tenochca.
En La batalla por Tenochtitlan, Pedro Salmerón narra –minuciosamente– causas y efectos de sus episodios, haciendo acopio de un archivo documental en el que va apoyando, con vista al lector, sus hipótesis y afirmaciones historiográficas. Así, en el texto cita o revisa autores de primera mano, intérpretes de varia formación y referencia, testimonios de combatientes, políticos, informantes, frailes y jerarcas católicos que muestran, en conjunto, un iris caleidoscópico. Iris de contextos sociales, situaciones económicas, políticas, culturales y militares, su lectura permite una comprensión del todo que es, justamente, más que la suma de sus partes.
Las características sociales, culturales e institucionales de las unidades étnicas y territoriales permitieron que el proceso de la conquista ofreciera mayores o menores dificultades al proyecto imperial. Tarde o temprano, en los 300 años de la colonia, su objetivo se cumpliría en diferentes grados –con fracturas y continuidades. En ciertos casos quedaría inconcluso.
El proyecto del dominio imperial no era otro que el del sometimiento material, ideológico, anímico y de expoliación social de los sometidos a las leyes, la religión, los usos militares, el dueñazgo y el modo de producción feudal impuestos por los invasores. Cierto, con añadidos de destrucción cultural, de esclavismo y expropiación sujetos a las normas imperiales o a la arbitrariedad de los altos mandos militares, burocráticos y eclesiales, en tránsito hacia el capitalismo de centralidad europea.
Como obras historiográficas de gran calado, La conquista y La batalla por Tenochtitlan deben, en buena medida, sus alcances y logros a los trabajos de numerosos investigadores sobre el tema. Esto se puede apreciar en el muy tupido aparato crítico de ambos títulos: sin duda, los dos grandes libros de 2021 en el continente.
La literatura y el cine nos deben aún ( La conquista, el filme que estaba en vías de producir Steven Spielberg se ha quedado en el intento) la gran obra de ese colosal momento que fue la llegada a América de los vasallos españoles y el dominio del imperio sobre sus sociedades donde hubo luchas y resistencia, que son recuperables para las de nuestros días.