Ciudad de México. Alfredo Pistache Torres no pudo dormir la madrugada de ayer. No fue por achaques de sus 84 años de vida ni por dolencias repentinas, sino por esa emoción infantil que produce el juego. El ruido y la alegría se llevaron su sueño. Unas horas antes, Atlas, el club rojinegro de sus amores, salió por fin campeón, tras siete décadas de desengaños.
Apenas ganó en la final contra el León en el estadio Jalisco, el domingo por la noche, hordas de fanáticos rojinegros, fieles como ninguno, se amotinaron afuera de la casa del Pistache en La Experiencia, en el municipio de Zapopan. Era el homenaje por la resistencia y la lealtad por décadas de una afición inquebrantable que hacía también justicia a un hombre que se convirtió en emblema del orgullo atlista.
“Cómo ocurren las cosas”, dice sorprendido; “por una cuestión de tiempo no fui Chiva. El día que me vieron jugar, un domingo de 1951, llegó primero la gente de Atlas y cinco minutos más tarde los del Rebaño; por eso me hice rojinegro para toda la vida”.
El Pistache Torres ha estado un poco enfermo y está limitado a permanecer en casa. Desde ahí se comunica con ese furor que sólo entienden los que comparten una desgracia o una pasión… o ambas. Está cansado este lunes a mediodía, pero exultante, no tanto por que vinieran a homenajearlo, o sí, también por eso, porque dice que el origen de ese mitin espontáneo fue lo que todos los rojinegros anhelaban de manera muy profunda y casi secreta: ver otra vez campeón al Atlas.
“Cuando llegué al Atlas yo tenía 16 años y ellos apenas habían salido campeones”, recuerda el Pistache; “nunca me tocó ser campeón con Atlas, ni como jugador ni como entrenador, bueno, ni como aficionado, como todos los que hemos seguido a este equipo sabemos”.
Lo que sí compartió fue la pena y el honor. La desgracia de perder la categoría en 1954, cuando era jugador, pero un año después contribuyó a regresar a Primera División. Eso fue su primera demostración de coraje y lealtad al rojinegro.
Esa misma misión la tuvo como entrenador cuando ocupó el banquillo para subir de nuevo al Atlas a Primera en 1972 y 1979. Cuando los Zorros estaban en situación comprometida, llamaban a la apuesta segura, el Bombero Rojinegro, recuerda entre risas.
“Me llamaron esas dos ocasiones como entrenador para sacar la papa caliente y afortunadamente lo hicimos, con equipos que decían que eran de Primera jugando en Segunda”, recuerda.
En el libro Boquita, que el argentino Martín Caparrós dedica a su amado Boca Juniors, confiesa que en lo único que un padre debe influir en la crianza de un hijo o hija es en el amor al club de futbol. Ese sentimiento los unirá por siempre. Por eso, Pistache reconoce esa herencia dolorosa que significaba enseñar a querer al Atlas.
“Era una herencia que a veces dolía”, admite el Pistache; “antes de ayer el amor al Atlas era también una herencia que dolía, hoy también es de alegría y de orgullo de campeón”.