En número creciente, personas de 10 a 20 años están tomando en sus manos la rebelión y son ya fuente de esperanza. Están creando posibilidades inesperadas de transformación. Es tiempo de escucharlos.
Greta Thunberg logró inmensa visibilidad con su campaña Viernes por el Futuro, que empezó a los ocho años y la llevó por el mundo entero. Pero hay muchas como ella. Re Cabrera empezó también en la primaria su activismo que combina la lucha climática con la social. Avery McRae es la segunda más joven del grupo de personas de menos de 20 años que demandaron al gobierno de Estados Unidos por su irresponsabilidad en cuanto al clima. Isabel y Melati Wijsen son dos hermanas que con menos de 12 años empezaron su campaña para liberar de plásticos a la isla de Bali, en Indonesia. Podríamos seguir y seguir.
Empezaron a menudo con una preocupación por el colapso climático, que sentían ya a flor de piel, pero pronto la vincularon con cuestiones sociales profundas. Dirigieron la mirada hacia arriba, como hacen las personas de más edad, y se dedicaron a presentar exigencias a los gobiernos y las corporaciones. Más temprano que tarde se fastidiaron. Cuando llegaron a Glasgow, a la COP 26, ya sabían adónde mirar. “El cambio vendrá de abajo, no de arriba, de los llamados líderes del mundo”, señaló una joven mixteca que fue hasta allá para articularse con otras y otros como ella.
Greta y todas las demás, principalmente mujeres, son claro síntoma y expresión de un fenómeno que desgarra valientemente el peso de la opresión que aprendieron a percibir. La mayoría obediente y sumisa no se formó espontáneamente. Todas esas rebeldes fueron educadas para engrosar sus filas y lo que hoy hacen implica enfrentarse a cuanto ya habían internalizado. Estaban programadas para hacer lo contrario de lo que están haciendo. Al rebelarse, desafían radicalmente el condicionamiento que se les impuso, el principio de la obediencia, y anuncian con firmeza que no están dispuestos a heredar con la cabeza baja el mundo invivible que les aguarda.
Quienes acaban de nacer se aferran rápidamente a la vida y liberan su infinita pasión por aprender. Se abren pronto a todas las posibilidades y en poco tiempo aprenden por sí mismos, sin maestro alguno, con la simple interacción con el mundo, actividades tan complejas como caminar, hablar, pensar… Están empezando apenas a ejercer plenamente su libertad cuando empiezan a sufrir el embate de las normas a las que deben someterse.
Bajo el supuesto de que son seres que deben ser protegidos de sí mismos y de los peligros que les acechan alrededor y que son básicamente incapaces de actuar por su cuenta, se organiza contra las personas de menor edad un mundo de restricciones constantes. Pronto quedan sometidos al ambiente escolar, que arruinará su infancia; hay pocos espacios más despóticos que el salón de clase, donde el maestro tiene el poder y la razón y supuestamente hace todo por el bien de las personas a su cargo.
Por 10 años, por lo menos, todo está organizado para que quienes acaban de llegar adopten la obediencia como forma general de interacción con los demás y queden formateados para lo que les espera.
La niñez es una invención relativamente reciente: nació con el capitalismo con el obvio propósito de poner a todo mundo al servicio del capital. La educación obligatoria fue la herramienta que implementaría la operación.
En comunidades de todo el mundo, particularmente las indígenas, es posible observar todavía otra tradición. Cuando quienes acaban de llegar dejan de necesitar el cuidado inmediato de su madre son incorporados plenamente a su sociedad. En Oaxaca, la comunidad celebra el tercer cumpleaños de los recién llegados, para que a partir de entonces compartan las alegrías y responsabilidades del nosotros que la constituye.
Se hace evidente, de pronto, la insensatez de seguir “preparando para el futuro” a las personas menores, cuando ese futuro está abiertamente en entredicho y hemos entrado de lleno en la era de la incertidumbre radical, cuando nadie puede anticipar con alguna seriedad y rigor lo que ocurrirá con el clima o las instituciones. Trasmitir a la nueva generación los saberes y experiencias de las anteriores, que parecía sensato en el pasado, puede ahora resultar contraproductivo. La llevaría al despeñadero en que hemos caído.
El desafío que tenemos ante nosotros significa ante todo imaginar lo nuevo, abandonar los caminos que nos llevaron al abismo actual e intentar una nueva ruta, obviamente desconocida, al caminar la cual podamos inventar otras formas de convivencia y supervivencia. Y si de eso se trata, es tiempo de abrirse a quienes no han sido todavía condicionados por completo a la obediencia y al mundo que muere y ahora se están rebelando. Con ellos podrá aprenderse lo que nos hace falta. Podrían llegar a ser el relevo que necesitamos para salir del atolladero.