No deja de sorprender que para reportar sobre la coyuntura política en Estados Unidos se necesita emplear dos palabras que hasta hace poco no eran parte del vocabulario periodístico: fascismo y socialismo.
Desde hace por lo menos cinco años, la disputa por esta nación es, en gran medida, una batalla entre el poder sin precedente de una derecha con tintes fascistas y una izquierda que se autoproclama “socialista” que igualmente podría estar en su momento más poderoso –a pesar de su constante fragmentación– en décadas. No controlan todo –una cúpula política semipermanente sigue presentándose como expresión centrista y de consenso– pero está obligada a responder a estas fuerzas que ahora están determinando la agenda y el debate político.
La derecha estadunidense está dispuesta a sacrificar y dañar los propios fundamentos democráticos del país en su defensa histérica y furiosa de la hegemonía blanca y el mito del sueño americano que se está desvaneciendo. Se expresa a través de un populismo de tintes fascistas financiada por multimillonarios y un Partido Republicano que por ahora está bajo el poder de bufones peligrosos encabezados por Donald Trump, y entre sus filas hay miles de personas armadas que dicen estar dispuestas a usar la violencia para imponerse en el poder. Las agencias de inteligencia y de procuración de justicia repiten que la extrema derecha estadunidense representa una de las principales amenazas a la seguridad nacional del país.
Trump y sus aliados ultraderechistas se están preparando para retomar el poder, cueste lo que cueste, incluida la opción para anular el supuesto sagrado derecho al voto. La semana pasada se revelaron aún más detalles sobre qué tan cerca llegó este país a un golpe de Estado por Trump y sus aliados en enero de este año. Algunos expertos señalan que eso, junto con esfuerzos para controlar el proceso electoral, fue sólo un ensayo para lo que viene.
Al mismo tiempo, el mosaico variado de lo que se define como progresista y/o izquierda en Estados Unidos también está en uno de sus momentos de mayor poder en la historia del país. El llamado Caucus Progresista del Congreso es más grande que nunca con casi 100 miembros (cuando fue fundado a principios de los 90, tenía cuatro), o sea, casi una cuarta parte de la cámara baja. El senador socialista democrático Bernie Sanders, con una enorme influencia nacional, preside el poderoso Comité del Presupuesto. Los proyectos de ley claves del gobierno de Biden, calificados por algunos como las iniciativas de bienestar social más ambiciosas desde los tiempos del New Deal, incorporan propuestas formuladas por progresistas, no porque Biden de repente se volvió progresista, sino que se volvió presidente, en parte, por ellos.
Organizaciones como Democratic Socialists of America (DSA) han triplicado su membresía en los últimos seis años. Hay una resurrección del movimiento laboral expresado en movilizaciones y huelgas de maestros, enfermeras, mineros, universitarios, de trabajadores de Kelloggs y de Amazon, y hasta baristas de Starbucks. Más de la mitad de los jóvenes favorecen al socialismo sobre el capitalismo, según sondeos, y a lo largo de los últimos cinco años, el país ha visto algunas de las movilizaciones masivas de protesta y resistencia más grandes de su historia sobre derechos y libertades civiles, asuntos ecológicos, derechos de la mujer, de derechos indígenas, por el control de las armas, y por los derechos de los inmigrantes, entre otros.
El futuro de esta nación está en disputa en medio de una crisis existencial y estas son las fuerzas que encabezan las batallas. Tal vez el mejor resumen de esta coyuntura es el de Gramsci: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo se está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en ese interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos”.
Tom Waits. Innocent when you Dream.
Bonnie Raitt, John Prine. Angel from Montgomery.
Frank Sinatra, Louis Armstrong. B irth of the Blues.