Una larga vida dedicada a mirar a través del visor de la cámara, pero sobre todo, dedicada a mirar a nuestro país, su vida cotidiana, personajes y oficios, la innumerable Ciudad de México, los pueblos originarios, la gente y sus modos de andar por el mundo. Bob Schalkwijk, fotógrafo holandés (1933), premiado por la Printing Industries of America, afirma con sencillez que, para sobrevivir en sus inicios en México, fotografió niños y “productos comerciales para la cadena de supermercados Aurrerá”.
Bob Schalkwijk nació en Rotterdam, Países Bajos (1933). Fotógrafo de vocación, ha publicado su trabajo en muchos medios impresos y digitales, y ha tomado fotografías en más de cuarenta y tres países. El libro Tarahumara (2014) recibió en 2015 uno de los premios de la asociación Printing Industries of America y su exposición Un holandés en México, presentada en el Museo Nacional de las Culturas del Mundo, fue visitada por 62 mil personas. Ha retratado a México durante los últimos sesenta y tres años. Cuenta con más de medio millón de fotografías tomadas en película hasta 2005 y miles más en formato digital. Desde hace quince años, con recursos propios, Bob emprendió la digitalización y catalogación de su acervo. Por ser un archivo fundamental en el registro y la memoria del patrimonio cultural mexicano, el Instituto Nacional de Antropología e Historia le otorgó la Medalla al Mérito Fotográfico 2019 y, en 2020, el Fondo para la Cultura y las Artes (Fonca) le otorgó un apoyo para esta labor. Entre los libros que reconocen su labor destacan Mexico City (1965) y Bob Schalkwijk, archivo fotográfico 1958-1973 (2018).
Bob inicia la charla con una cálida recepción en su estudio, en el centro de Coyoacán, rodeado de sus perros en un precioso jardín lleno de plantas, árboles y una tranquila fuente. Domina el ambiente una jacaranda de más de veinte metros de alto, así como un impresionante fresno de unos dos metros de diámetro por más de treinta y cinco de alto.
–¿Cómo fue que te iniciaste en este medio de comunicación?
–Me interesé en la fotografía desde los doce años; comencé con una Kodak Brownie y a los dieciséis años vendí mi primera fotografía, un retrato de Louis Armstrong que tomé durante un concierto. Cuando llegó a mis manos la revista National Geographic escribí solicitando información. Me enviaron folletos acerca de Estados Unidos y fue cuando me interesé por la fotografía a nivel profesional y una de las razones por las que decidí, posteriormente, viajar a Estados Unidos.
–¿Qué es lo más importante que consideras al tomar una fotografía?
–Pienso que lo más importante que tiene uno que empezar a hacer en la fotografía es aprender a ver, a observar; por ejemplo, al fotografiar a la gente, si actúas con mucha calma, con la cámara lista, la gente te observa más si eres extranjero y güerito pero después de un momento la gente ya no se interesa y es cuando, en cuestión de segundos, encuadras y tomas la foto. Esto lo hago siempre y se ha convertido en una costumbre y es así que capturo el momento.
–¿De qué manera influyó tu infancia en tu desarrollo profesional?
–Viví mis primeros años bajo el impacto de la invasión nazi a mi país. La guerra se te queda grabada en la memoria; eso nunca se borra y, por supuesto, forma tu carácter. Un niño a los ocho, nueve, diez o doce años, está listo para absorber cualquier cosa, y yo a esa edad desmontaba granadas, con lo que mis padres nunca estuvieron de acuerdo. Afortunadamente no me explotó ninguna, pero un amigo perdió un ojo porque le pegó una esquirla.
–¿Qué más influyó en tu formación?
–El interés por conocer nuevas tecnologías y la curiosidad por el conocimiento de todos los aspectos de la vida cotidiana me impulsaron a enfocar la atención hacia dónde dirigir mis inquietudes académicas y profesionales. Domino cinco lenguas: neerlandés, francés, alemán, inglés y español. La curiosidad por lo nuevo me provocó el interés por las nuevas tecnologías. Esta fue una de las razones por la que decidí estudiar ingeniería petrolera. En Europa se transportaba el petróleo por barcazas a través de río Rhin y otros. Eso me llevó a pensar en una mejor manera de transportar el petróleo: un oleoducto, que en aquel entonces no había.
–¿Por qué decidiste viajar a Estados Unidos?
–A los veintitrés años, ya decidido a estudiar ingeniería con la intención de construir oleoductos para hacer más ágil el transporte del petróleo. Esta fue la razón por la que llegué a Texas, en donde la tecnología era de punta. Llegué por Nueva Orleans en barco y mi coche (un Volkswagen) llegó en otro barco a Nueva York. Fui a recogerlo y así cumplí con la ilusión de recorrer Estados Unidos por carretera. Primero Texas y posteriormente California. Con el interés de ampliar mis conocimientos en ingeniería opté por Stanford, por su alto nivel académico. Llegué en diciembre y resulta que los cursos empezaban en septiembre.
–¿Viajaste más por Estados Unidos?
–Sí, me fui en mi vocho de Palo Alto, en California, a Calgary, Canadá, donde conocí a otro holandés. Como el clima era de 20 grados Celsius bajo cero, decidimos ir a México, como nos lo sugirió un artículo que leímos en la revista Esquire. Manejamos hasta Ajijic, en Jalisco, lugar cálido con excelentes paisajes. El largo viaje por carretera lo hicimos casi sin parar. Llegamos a Ajijic, en los alrededores del lago de Chapala, un lugar con bellos paisajes pero que después de un tiempo nos resultó un lugar aburrido y para gente en retiro; entonces nos encaminamos rumbo a Ciudad de México. Es aquí en donde me interesé al cien por ciento en la fotografía. Al principio, por necesidad económica fotografié niños. En esa época nadie tenía cámara y la foto de los niños era algo muy solicitado; también fotografié productos comerciales para la cadena de supermercados Aurrerá.
–¿Cómo transcurrió tu carrera en México, sobre todo en esta gran ciudad?
–En aquel momento el país se encontraba justamente en una época de gran impulso cultural, con el muralismo y con las artes plásticas en su apogeo, mismas que atrajeron mi atención, por lo que empecé a fotografiar muchos murales tanto de Diego Rivera como de Orozco y de Siqueiros y piezas arqueólogicas. Uno de mis primeros trabajos publicados (en la revista L’Oeil) fue una serie de piezas arqueólogicas, solicitada por el doctor Ignacio Bernal, entonces director del Museo Nacional de Antropología. Como extranjero nunca he sentido correcto fotografiar las expresiones políticas en México; las fotografías de la toma de la unam por el Ejército, en 1968, fueron porque trabajaba en aquel entonces en el Instituto de Ingeniería de la unam, cuando llegué y vi a los soldados no pude evitar fotografiarlos.
Antes de salir de Holanda, recuerdo que todo era gris: el paisaje, las ciudades, la vestimenta, etcétera, debido al período de la postguerra. Yo tenía un saco y era gris; en cambio, descubrí que en México todo era color y calidez. Sin importar lo difícil que fuera la vida, la gente se vestía de muchos y muy llamativos colores; un folclor único. Por ejemplo, en la Alameda Central te encontrabas al globero, al de los helados y la gente con sus vestidos regionales. Ah, recuerdo el caso del vendedor de guajolotes, en los límites de la colonia Roma, en la época decembrina. Iba con diez o quince guajolotes, pastoreándolos para su venta.
–¿Como nació la idea de publicar el libro de Ciudad de México?
–Es en el período de 1958 a 1964, cuando recorrí y documenté infinidad de pasajes urbanos, desde el Centro Histórico con sus emblemáticas calles y palacios. Había material suficiente para la publicación, que, por pura suerte, me la había pedido una editorial inglesa. Así se publicó mi primer libro, Mexico City (1965).
–El paisaje es recurrente en tu obra. ¿Qué nos comentas al respecto?
–La curiosidad y el interés por conocer las diferentes culturas regionales me ayudaron a descubrir los múltiples paisajes, sobre todo siguiendo la huella de los pueblos originarios. Recorrí muchos lugares de la República Mexicana, primero en mi vocho y más tarde en mi Willis de doble tracción. Me fascinaron las costumbres cotidianas que se manifiestan en productos artesanales y tradiciones. Entre los muchos pueblos originarios que visité destacan los rarámuri, a quienes visité diecisiete veces, pero también los huicholes o wixárika y los pueblos nahuas de Puebla y Guerrero.
He corrido riesgos al tomar fotos de paisaje; este fue el caso al treparme en varias ocasiones en avioneta con la cámara Plaubel de formato 4x5, una cámara muy grande y pesada para fotografiar paisajes aéreos, pero así lo hice en Coahuila. También he fotografiado paisajes aéreos en zonas recónditas, como las barrancas de la Sierra Tarahumara, siempre buscando tener la mejor calidad en mis fotografías. Recuerdo la fotografía de Monte Albán que se expuso en el Maco de Monterrey, en un fotomural, muy grande; se la adjudicaron a Hugo Brehme, jajaja. Un gran fotógrafo, pero esa fotografía la tomé yo.