Cada día, recibimos un alud de noticias desde el mundo de la ciencia. Alcanzan todos los lados y aspectos de la vida cotidiana. Desde el último tratamiento contra la epilepsia, la dieta ideal o las disquisiciones sobre el calentamiento global. A partir del siglo XVII, la ciencia se fue abriendo camino cimentando su función de descifrar la relación entre los seres humanos y la naturaleza y, simultáneamente, la de encontrar salidas a los desafíos y peligros inscritos en esta relación.
En el siglo XX, la construcción de la vida social dejó de estar basada en las creencias para dar paso en su lugar a las convicciones. Sólo que éstas se encuentran en poder de los “hechos”. No es casual que, cada vez que surge un problema, un peligro o una amenaza, se recurra a los científicos. Son ellos los encargados de recubrir con un aura de facticidad y, por ende, veracidad las estrategias y los dispositivos para hacer frente a lo que afecta, cuestiona o sitúa en el límite a la vida misma.
Como afirma Ives Gringas, un sociólogo dedicado a estudiar el funcionamiento interno de la Big Science (las instituciones científicas públicas y privadas encargadas de la investigación masiva), los científicos han devenido una suerte de “árbitros” o “jueces” que dictaminan sobre las opciones ideales para garantizar el bienestar y la seguridad de una población. Pero con ello, su actividad se ha visto ya entrecruzada por los dilemas del poder político, la lógica de la rentabilidad de los mercados y, por ende, la corrupción.
Desde hace tiempo, el concepto de “hecho“ expresa más bien la realidad de un hoyo negro comunicativo. El caso del descubrimiento de la relación entre el uso de cigarrillos y el cáncer representa una historia significativa al respecto. Es un escándalo bien conocido. En 1954, un grupo de biomédicos estadunidenses revelaron que la aplicación constante de alquitrán sobre tejido humano podría producir cáncer. Sólo 10 años después, en 1964, el director general de Salud Pública de la Casa Blanca, Luther Terry, confirmó el hallazgo con base en miles de estudios. Pero no fue hasta 1974 cuando se expidieron las primeras leyes para advertir al público sobre el peligro de sus consumo y definir áreas libres de humo. Y no sería sino hasta principios del siglo XXI, cuando las campañas antitábaco adquirirían su actual radicalidad. ¿Por qué transcurrió tanto tiempo entre el descubrimiento y el diseño de leyes y políticas para prevenir el tabaquismo?
En diciembre de 1953, cuando empezaron a escucharse las primeras noticias sobre la posible relación entre el cáncer y el alquitrán, los CEO de las compañías tabaqueleras se reunieron en Nueva York. Se convencieron de que no podían simplemente refutar el hallazgo. Decidieron apoyar financieramente las investigaciones para “garantizar la salud de los fumadores”. Destinaron millones de dólares a estudios que distrajeran deliberamente la atención sobre la relación entre la el cigarrillo y el cáncer. Se realizaron miles de trabajos, algunos verosímiles y otros simplemente inverosímiles: la relación entre la calvicie o el color de los ojos o la edad y el cáncer; se investigaron a poblaciones desnutridas o sobrenutridas; a quienes padecían de insomnio o dormían demasiado; a las diversas racialidades.
Es evidente que, en la estadística, siempre aparecía algún grupo canceroso. Se recurría así a los métodos previstos por la propia ciencia para relativizar y, digamos, boicotear la relevancia de sus hallazgos. Durante medio siglo, la opinión pública quedó así confundida, enfrentada a un halo de incertidumbre sobre las consecuencias de fumar. La ciencia revertida en contra de sí misma para socavar sus conclusiones.
La misma estrategia de producción de incertidumbre (algunos historiadores de la ciencia le llaman “la producción de una nueva ignorancia”) se aplicó a los estudios sobre las posibles causas de la muerte de las abejas. Una vez que se detectó que los nuevos pesticidas y los transgénicos eran los causantes principales del deceso de las abejas, se multiplicaron los estudios que fragmentaban el problema en centenares de temas: las abejas y el cambio climático, o su relación con el eje magnético de la Tierra. No faltaron los que imputaban la crisis a la impericia de los apicultores. Cuando súbitamente comienzan a multiplicarse masivamente las investigaciones, es probable que se trata de un caso de “estudios de distracción”, afirma Stanton Glantz, en el documental que produjeron Pascal Vaseline y Frank Cuiveller (“¿Por qué dudamos de la ciencia?”).
La crítica que dirigió Theodor Adorno contra la razón científica en la década de los 40, se basó en la verdad inapelable sobre la cual se constituyó en el siglo XIX y la primera mitad del XX. Sobre los hombros de esta verdad se construyó la retórica del evolucionismo social que envío a millones a los campos de exterminio. Hoy el montaje de la verdad científica ha dado un giro de 180 grados. Se emplea a la ciencia contra la propia ciencia para continuar con la masacre silenciosa de los cuerpos.