Tuxtla Gutiérrez, Chis., El destino respetó su vida en medio de la desgracia. Internado para revisión en el hospital de la Cruz Roja, un migrante herido en el accidente, oriundo de Guatemala, acude a la capilla consagrada a la Virgen de Guadalupe para orar, para llorar por quienes no sobrevivieron. Aún aturdido por la tragedia, sin grandes daños corporales, logra contactar a su tierra para comunicar a sus familiares que por ahora, con él, todo está bien.
Restringido el acceso al área de atención médica, a la distancia se alcanza a apreciar la saturación del hospital: hay heridos que esperan tirados en el suelo. El personal de la Cruz Roja se aboca a procurar la emergencia con lo que está a su alcance, pues el ofrecimiento gubernamental de asistencia a los migrantes parece insuficiente ante la cantidad de heridos que dejó la volcadura del tráiler el jueves pasado.
En el lugar, otro migrante guatemalteco, sentado en la camilla donde lo revisaron, aguarda el periodo de observación. Balbucea su nombre con un dejo de tristeza y desolación que no lo abandona, a pesar de que físicamente luce entero. También en su caso la suerte no lo abandonó.
–¿De dónde vienes?
–Guatemala.
En medio de la tragedia que asoló a sus acompañantes rompe el pacto de silencio que rodea su incursión por México y la forma en que fue a dar al tractocamión siniestrado.
–¿Contactaron a un pollero?
–No –responde en un principio apenas con murmullo– Yo venía solo.
–¿Cuánto les iba a cobrar?
–No sé, hasta llegar más arriba nos iba a decir cuánto.
Quizá por sigilo o por temor, no abunda en detalles de su traslado, apenas confiesa haber salido de su tierra hace cuatro días. Receloso, afirma no saber el nombre del lugar donde se subió al vehículo, ni dónde localizó a quienes lo llevarían.
–Y en el tráiler, ¿cuánto tiempo llevaban?
–Dos horas.
Con destino a la frontera, su traslado reventó en apenas un par de horas, cuando súbitamente se encontró rodeado de la muerte, entre gritos agonizantes y quejidos de aquellos que resultaron lesionados en Chiapa de Corzo.
Francisco es otro sobreviviente guatemalteco. Todavía con algo de sangre que se esparce entre las vendas que le colocaron en la cabeza, es aun más parco: “Me siento bien. En el accidente se zafó mi brazo, pero está bien”.
Salió de Quiché con rumbo a Estados Unidos.
–¿Con quiénes más viajabas?
–La verdad no sé. Yo vine solo –corta para no explicar los porqués de haberse subido al tráiler.
Emerson Morales también es oriundo de Quiché. Sólo con visibles golpes en el cuerpo dice que venía acompañado de su primo, cuya suerte desconoce. “Lo encontré, pero no aparece ahora. No lo he visto desde la tarde de ayer”. A la espera de su alta médica, confiesa su pretensión de ir a Estados Unidos, aunque por ahora lo que le preocupa es rencontrarse con su primo, un menor de 17 años.
A esas horas de la mañana, a la Cruz Roja no han acudido autoridades federales ni estatales, se rumora, aunque nadie lo corrobora, que el Instituto Nacional de Migración les concederá visas humanitarias para regularizar su estancia en el país.
Para los sobrevivientes la tragedia les cambió la fortuna, sus malabarismos para no toparse con la migra han terminado, por ahora. El riesgo de deportación se ha disipado por un dejo de humanidad en medio del desastre.
Al caer la noche del jueves, el lugar del accidente se llenó de veladoras y plegarias a manera de consuelo para quienes dejaron en Chiapas su vida, en aras de un futuro que para muchos se tornó fatal.