El estado de Texas fue demandado ayer por el Departamento de Justicia del gobierno de Joe Biden por redefinir la distritación electoral con el propósito de reducir la representación de las poblaciones negras, latinas y asiáticas, que son las que han experimentado un mayor crecimiento demográfico en la década reciente y cuyo número, sin embargo, no corresponde con su potencial en los comicios. Según el recurso del Departamento de Justicia, los nuevos mapas electorales circunscriben a esos grupos étnicos en distritos de formas irregulares, en tanto que conservan intactos los distritos en los que los republicanos cuentan con mayoría.
La práctica es casi tan vieja como Estados Unidos, y tiene un nombre específico: gerrymandering, por Elbridge Gerry, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia, gobernador de Massachusetts y vicepresidente, e impulsor de una ley que permitió trazar arbitrariamente los distritos electorales; sus detractores encontraron que el mapa resultante tenía la forma de una salamandra, a fin de aislar a los votantes de sus rivales políticos para disminuir artificialmente su número de representantes.
Tal recurso tramposo y antidemocrático fue empleado indistintamente por los gobernadores de ambos partidos hegemónicos –el Demócrata y el Republicano– durante siglo y medio, hasta que en 1965 la Ley de Derechos del Voto lo declaró ilegal.
Sin embargo, la distritación amañada ha seguido aplicándose en el país vecino y generando resultados electorales adulterados. Por ejemplo, en la elección local de 2010 en Carolina del Norte, los republicanos obtuvieron 54.2 por ciento de los votos y los demócratas, 45.2; sin embargo, al convertir mayorías en minorías por medio de un truco geográfico, los primeros se quedaron con 75 por ciento de los integrantes del Congreso estatal.
Aunque con una mecánica diferente, el fenómeno ha continuado en los comicios presidenciales, pues el candidato ganador no es necesariamente el que triunfa por la decisión de la mayoría ciudadana, sino el que obtiene un mayor número de delegados al Colegio Electoral –los cuales se designan mediante una complicada cuota por estados–, como ocurrió en la elección de 2016, cuando Hillary Clinton ganó la mayoría del voto popular pero fue derrotada por Donald Trump.
Actualmente, es claro que el gerrymandering permite explicar la subrepresentación en casi todos los niveles de gobierno de las comunidades negras y latinas, con la excepción de la cubana.
Ello no sólo implica una discriminación inadmisible, que devalúa el sufragio de sectores tradicionalmente marginados, sino que constituye una suerte de fraude electoral estructural. Y es exasperante que el país que se proclama defensor de la igualdad y de la democracia siga practicando, después de dos siglos, esa grosera forma de adulterar la voluntad popular.