Cada día Leonor se despierta más temprano, pero no enciende la luz ni se levanta porque sabe que en cuanto lo haga entrará en una dinámica abrumadora y, además, porque le agrada quedarse en la cama unos minutos atenta a los rumores que vienen de la calle y anuncian el comienzo de otro día. (No he comprado la nueva agenda: 365 misterios encuadernados, según define a esos librillos su amigo Tomás.)
Primero escucha el ruido del avión, luego los pasos de una mujer que se dirige al metro siempre a la misma hora y por quien ya tiene gran curiosidad. Después de las seis oye el canto entrecortado de un pájaro que, más que un gorjeo, parece un mensaje en clave que el animal envía desde lo alto de los árboles. (Mi padre contaba que él los había sembrado en la jardinera de la banqueta, ¿cuándo habrá sido?)
En la quietud que Leonor tanto disfruta, ese recuerdo la lleva a otro: cuando era niña, de las ramas de los fresnos caían gusanos erizados que aterrorizaban a su hermana Idalia, a pesar de que su madre le hubiera explicado más de una vez que bajo su fealdad se escondía la belleza de las mariposas.
Por el contrario, las lagartijas que se mimetizaban en los troncos hacían reír a Idalia, pero no tanto como las catarinas ocultas en los follajes que, por cierto, hace muchos años no ha vuelto a ver. (¿Se habrán extinguido?) Cuando se encuentre con Tomás va a preguntarle si él, que ha fotografiado toda clase de insectos, tiene en su colección la imagen de una catarina. (Tomás debería abandonar el laboratorio y consagrarse a la cámara.)
II
Como le sucede con frecuencia, Leonor se da cuenta de que se le pasó el tiempo y está en peligro de presentarse tarde al taller en donde es cajera desde hace catorce años; sin embargo, aún le causa risa recordar su incomodidad cuando entró allí por primera vez y descubrió en las paredes media docena de calendarios ilustrados con mujeres casi desnudas y en actitudes provocativas. (Que no se me olvide comprar la agenda.)
Algunos de aquellos almanaques permanecen en el mismo sitio, con parte de las hojas intactas y los márgenes tatuados con números telefónicos, algunos ilegibles. En cambio las modelos semidesnudas que los decoran conservan los ojos brillantes, las mejillas arreboladas, la misma sonrisa entre juguetona y maliciosa: pruebas de que el tiempo no las ha dañado aunque sigan prisioneras en un calendario.
III
Leonor aborda la combi. Sabe que el viaje hasta el taller mecánico le tomará por lo menos hora y media, pero no se queja: sería mucho peor si en vez de martes fuera viernes porque esos días hace el doble de tiempo. (¡Qué friega!) Su contrariedad desaparee cuando la muchacha que viaja en el asiento de enfrente saca de su cosmetiquera una tarjeta bancaria para enchinarse las pestañas.
Leonor queda asombrada ante su habilidad y piensa que tal vez sería bueno decirle a la desconocida que ya hay pestañas magnéticas, se ponen y se quitan en un segundo y nunca pierden el rizado según le dijo Katia, la tinturista que tiene su salón de belleza a dos cuadras del taller mecánico.
Desde que empezó a trabajar allí Leonor aprovecha la hora de comida para ir a arreglarse el cabello y las uñas. Cuando don Polito la veía de regreso siempre le jugaba la misma broma: “No sé para qué vas si aquí los muchachos pueden darte una buena hojalateada ¡y gratis!” (Ay, don Polito. ¡Qué gusto que alcancé a conocerlo!)
IV
Don Polito era el dueño del taller mecánico. Poco después de que ella empezó a ser la cajera, él le cedió el mando del negocio a su hijo Damián; sin embargo siguió presentándose todas las mañanas a las nueve en punto. Desde esa hora hasta el momento de cerrar, permanecía recostado en el sillón viejísimo que alguno de los mecánicos sacaba a la banqueta junto con la sábila llena de listones rojos. (Dicen que llama al dinero y trae buena suerte, ¡quién sabe si será cierto!)
El recuerdo de don Polito conmueve a Leonor. Siempre la saludaba muy amable pero sólo una vez que no llegaron clientes, tal vez un jueves santo, tuvo oportunidad de conversar con él. En aquella ocasión don Polito le contó, entre algunas otras cosas de su vida, el motivo de que odiara los viernes:
“Una vez, recién llegado a la ciudad de México, mi abuela me mandó a comprarle una escoba al que entonces se llamaba Nuevo Mercado de Tacuba. Al salir se me acercó una señora para decirme que sabía leer el futuro en la palma de la mano. Luego me preguntó si, a cambio de un tostón, podía decirme cuál iba a ser el mío. Sentí miedo pero más curiosidad. La mujer me puso contra la pared de una casa, tomó mi mano y me leyó las cosas que iban a sucederme. Enseguida me preguntó qué más necesitaba saber y le dije que cuándo me iba a morir. Como la vi extrañada, le expliqué que mi padre había muerto antes de que yo naciera y por eso mi madre era infeliz. Estuvo pensando hasta que me dijo que no me preocupara, iba a vivir muchos años; no podía decirme cuántos pero sí que mi fallecimiento iba a suceder un viernes.”
Leonor recuerda que, con mucho tiento, le había preguntado a don Polito si él –ya mayor y con tanta experiencia– seguía creyendo en los augurios de la gitana. Sí, claro que sí –fue la respuesta– porque muchas de las cosas que le había pronosticado aquella mujer habían salido ciertas. Por ejemplo su falta de estudios, su temprano matrimonio, ser padre de un solo hijo y dueño de un buen negocio. Si había acertado en todo eso, ¿por qué no en lo otro?
A pesar de esa explicación, Leonor siguió pensando que los presagios de la gitana habían sido falsedades hasta que, a su regreso de vacaciones, encontró el sillón vacío y sobre la puerta del taller un listón negro en señal de duelo por la muerte de don Polito. Leonor le preguntó a Damián cuándo había sucedido: “El viernes. Ya va para diez días.”
V
Leonor baja de la combi en el momento en que los empleados de limpia suben al carro de la basura el sillón de don Polito. A partir de su muerte, fue refugio temporal de un perro lanudo, hambriento y sucio al que los talacheros llaman Tragaldabas”.