Entre el gobierno de Ernesto Zedillo y el de Enrique Peña Nieto, 100 empresas mineras obtuvieron un incremento de más de 600 por ciento en el volumen de agua que pueden extraer cada año, hasta llegar en la actualidad a 250 millones de metros cúbicos. Si se atiende sólo al líquido extraído de acuíferos, el aumento alcanza un impresionante 4 mil 350 por ciento, pues en 1994 sólo tenían autorizaciones para 4 millones de metros cúbicos frente a los 174 millones de hoy en día.
El crecimiento ininterrumpido en la cantidad de agua concesionada a la minería resulta más chocante cuando se considera que la mayor parte de ella se extrae en entidades cuyos territorios son mayormente desérticos, como Sonora, Zacatecas, Durango y Coahuila. La preferencia dada a las empresas mineras en el acceso a los recursos hídricos tiene profundos impactos en el medio ambiente y en la salud de las personas, por citar sólo un par de ejemplos. La falta de agua en Coahuila ha llevado a los agricultores a explotar de manera ilegal y clandestina los humedales de Cuatro Ciénegas, una región que ha merecido el sobrenombre de “la Galápagos mexicana” por la increíble diversidad de especies animales y vegetales que sustentan sus lagunas, y que hoy se encuentra al borde de la extinción, pese a ser un área protegida. En Sonora, el estado donde se entrega más agua a la minería (107.5 millones de metros cúbicos anuales), el pueblo yaqui recibe desde hace años el líquido contaminado con plomo, arsénico y manganeso, entre otras sustancias tóxicas, y el plan del gobierno federal para llevarles agua limpia tendrá un costo de 2 mil 165 millones de pesos.
Si la minería es una actividad intrínsecamente agresiva con los ecosistemas y con quienes viven en las zonas aledañas a las explotaciones, sus daños se potencian cuando las compañías proceden con negligencia y falta de voluntad para reparar sus estropicios. En este sentido, es obligado recordar que hasta la fecha permanecen las secuelas del derrame de 40 millones de litros de sulfato de cobre acidulado en el río Sonora por parte de la mina Buenavista del Cobre del consorcio Grupo México, el cual tuvo lugar el 6 de agosto de 2014 y conserva el infame título de ser el mayor desastre ambiental generado por la minería en toda la historia de nuestra nación.
Lo dicho no debe interpretarse como un llamado a clausurar un sector fundamental para la economía del país y proveedor de insumos clave a escala global, pero sí a revisar sus prácticas para asegurar que se desarrollen de acuerdo con los mejores estándares, a fin de minimizar su impacto ambiental, sanitario y social. La necesidad de supervisar y regular estrechamente a esta industria cobra una importancia todavía mayor si se atiende el hecho de que, de enero a septiembre de este año, la inversión extranjera directa en minería no petrolera tuvo un repunte de 250 por ciento en comparación con el mismo periodo de 2020, por lo que cabe esperar un aumento semejante en sus actividades.