La palabra “pan” en español evoca un alimento cocido, hecho con harina de un cereal de la familia Triticum, cuya característica es poseer el gluten que lo hace maleable. Los cereales de esta familia, igual que el maíz, el arroz y los tubérculos farináceos, proveen de energía a quienes los consumen gracias a su glucosa o azúcares lentos, indispensables para el funcionamiento del cerebro y, particularmente, para su facultad de ordenar el movimiento muscular sincronizado con la percepción sensorial.
Pero, de estos cuatro cereales fundamentales en el desarrollo de la especie humana, sólo el pain, en francés; el panne, en italiano; el de nuestra columna, y el panis, en latín, raíz que indica extensión, como en la palabra pandemia, y que en griego es Pan o Fâ (lo que también significa comer), y que en hebreo se llama lafah, son términos similares y sinónimos que también indican universalidad, como muestra el hecho de que científicos de Occidente denominaron pan paniscus al chimpancé bonobo, eslabón más cercano a nosotros, corroborando así la vocación expansiva y globalizadora del término pan que, en corto, simboliza el alimento universal del cuerpo.
Pues su carga simbólica abarca, desde su origen euroccidental de origen mesopotámico, el reflejo sustantivo subliminal de que los herederos de este invento Fundaron la Cultura, con mayúsculas, en el área geográfica situada en el norte del Trópico de Cáncer, entre los paralelos 15ºO y 70ºE, siendo los herederos directos del homo sapiens sapiens y de la invención de la agricultura, de las tres religiones monoteístas y de la habilidad única de constituir el centro originario de la ciencia y la tecnología. Herederos de los verdaderos hombres, los que llevaron a todos los rincones de la Tierra el saber, la civilización y la supremacía Humana, por lo que sometieron a los infrahumanos del resto de la Tierra, gracias a una superioridad no ajena al Dios cuyo culto se reparten tres liturgias distintas y en ocasiones enemigas... (¿?)
En otras palabras, nosotros, los humildes mexicanos (as), debemos agradecer ser herederos, en menor o mayor parte, de los descendientes de la raza elegida para poblar y dirigir el mundo entero (y el universo que se alcanza a ver con sofisticados nuevos aparatos), razón por la cual debemos practicar y practicamos con docilidad la convicción de que lo hecho por el llamado Occidente está bien hecho y no podríamos cuestionar los avances tecnológicos que nos hicieron el favor de traer a esta parte del planeta, llamada América (o al África los africanos y al Asia los asiáticos), sin confirmar con ello nuestro estatuto de retrasados culturales (y mentales).
Por tal razón, cuestionar los monocultivos, inventados en Mesopotamia y extendidos hacia el noroccidente por Europa y al nororiente por una parte de Asia, resulta casi peor que cuestionar la existencia de Dios. Colonización mental que nos llegó a la sangre y se reproduce en nosotros a cada nueva generación, haciéndonos más daño que la sangrienta conquista inicial, pues somos nuestros propios enemigos, tanteando a ciegas en la historia, el presente y el porvenir para enfrentar y resolver el hambre en nuestro país y en nuestra patria grande América.
Sólo un atavismo grave puede explicar que con todas las buenas intenciones y magníficos éxitos alcanzados por el presidente Andrés Manuel López Obrador, ni él ni su entorno consigan escuchar y ver cómo perdemos el tiempo y las oportunidades para sacar de nuestro pasado geográfico, histórico y cultural la sabiduría con la que podríamos resolver de fondo el hambre en México.
Y mientras van desapareciendo los últimos sabios que podrían ayudarnos, seguimos tercamente las instrucciones que impuso la carestía de alimentos verdaderos en nuestro país. Soy feliz de haber podido presenciar un momento glorioso y esperanzador el primero de diciembre en el Zócalo de la Ciudad de México. Pero, del mismo modo, quiero morir antes de ver crecer el hambre por falta de unos minutos de modesta escucha cuando se tiene el bastón de mando con toda legitimidad.