A casi quince años de la realización de su primer largometraje documental, La frontera infinita (2007), el director y fotógrafo mexicano Juan Manuel Sepúlveda, egresado del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), acaba de tener en la Cineteca Nacional una retrospectiva del conjunto de su obra con motivo del estreno de su cinta más reciente, La sombra del desierto o el paraíso perdido (2021). Este reconocimiento artístico –para algunos prematuro, para otros tardío, aunque sí muy merecido– ha permitido disfrutar en pantalla grande cortos y largometrajes cuya difusión fue en su momento insuficiente y que hasta ahora sólo se encontraban disponibles, si acaso, en escasas copias de video.
De la revisión de ese trabajo suyo tan alejado, en sus puntos de vista y en lo estético, del documental actual de denuncia sobre el muy socorrido tema de la migración, lo primero que resalta es su manera original de abordar el asunto desde una variedad de enfoques que lo mismo refieren la vida diaria de comunidades de campesinos y migrantes en sus países de origen (Honduras, El Salvador, Guatemala), que las vivencias íntimas de un enfermo terminal, originario de las reservas indígenas canadienses, en La vida suspendida de Harley Prosper (2018). El método de trabajo del cineasta es conocido: cada película suya implica su involucramiento total en la experiencia de las per-sonas que filma y con quienes establece un contacto cotidiano durante semanas, me-ses o años. Esta singularidad ha tenido su mejor expresión en Lecciones para una guerra (2012), un documental sobre la resistencia de una comunidad de campesinos guatemaltecos, quienes habiéndose asentado en una región rica en recursos naturales, hacen todo lo posible por defender su derecho a no ser expulsados de esa tierra. De igual modo el director convive largamente con un grupo de nativos marginados en un parque de Vancouver ( La balada del Oppenheimer Park, 2016), lugar donde la provocación y el alcoholismo se vuelven para ellos maneras de afirmar una identidad heterodoxa y desafiante frente al desdén racista que a diario viven en el pretendido país civilizado.
La sombra del desierto o el paraíso perdido, su documental más reciente, retoma la observación de los flujos migratorios iniciada en La frontera infinita, pero esta vez los nómadas centroamericanos se descubren perdidos o atrapados en el desierto sonorense de Altar, territorio indígena de los Tohono O’othan, mientras conviven en Quitovac, punto fronterizo con Estados Unidos, con los pobladores locales y otros migrantes mexicanos interesados en cruzar la línea y llegar a la tierra prometida anglosajona. La crónica de esa convivencia en el desierto, inhóspita antesala de espera, suerte de purgatorio ajeno a toda noción del tiempo, adonde se llega después de una travesía extenuante (“El desierto te come, es intimidante, te reta a cruzar”, dice Julio, uno de los migrantes), está hecha de viñetas muy sugerentes. En una de ellas, ese vasto páramo, que pareciera conectado con el inframundo, está lleno de fosas clandestinas y de ellas extraen los niños las osamentas que les sirven de tétricas armas de juego. Con su habitual estilo minimalista, el director captura la apabullante inmensidad del lugar, la ebriedad y angustia del individuo frente a lo inabarcable, evocando con un li-rismo casi mitológico la intensa soledad del migrante (“Camino perdido hacia la luz, solo y sin guía, hasta donde sus fronteras alcanzan las del cielo”), con citas de versos de El paraíso perdido, de John Milton, una referencia recurrente en la película.
Con un giro sorpresivo en su trabajo documental, el cineasta elige aquí la teatralización de la trashumancia. Los nuevos nómadas del desierto escenifican la pasión de Cristo y hacen de los rituales de la semana santa un espejo de su propio via crucis de Tenosique a Quitovac, de una frontera a otra, sin por ello sucumbir en el desierto a las tentaciones de la autoconmiseración y sin tampoco tolerar el paternalismo ajeno, porque “la lástima no funciona, la colaboración sí”. Ya antes habían ensayado ellos, los migrantes en perpetuo compás de espera, la escenificación de sus viejos agravios, simulando un asalto, una extorsión y una ejecución sumaria, y tomando como testigo de su juego al camarógrafo apenas disimulado. Ya antes habían bailado toda la noche al ritmo de El sinaloense hasta caer rendidos de cansancio, siempre en contrapunto con la desolación de un desierto apenas alumbrado por una hoguera y la melancolía acentuada por una cantata de Bach que recuerda que “el tiempo de Dios es el mejor de todos los tiempos”.
Se exhibe en Cineteca Nacional, Cine Tonalá, Casa de Cine y Cinemanía.