Cuando hablamos de ella, en política o en el arte, siempre hay que tener en cuenta lo que escribió el historiador Ernst Gombrich: “la representación simula el efecto de nuestra experiencia, no de la realidad”. Así como sabemos que, en un dibujo, dos puntos en una cabeza son los ojos, o que el actor que aparece de Hamlet es Hamlet, en el espacio público también existe esa subversión de la creencia donde representación no es réplica. Una representación, por tanto, es un triángulo entre el público, el actor y el autor de una ilusión que no es un engaño, de un artificio del que brotan emociones reales.
Digo esto por la mediocre comprensión sobre el regreso de la ciudadanía al Zócalo de la capital el miércoles pasado. Tildado de “acarreo”, “culto a la personalidad”, “masa hipnotizada”, el Zócalo del obradorismo no puede entenderse con las teorías del siglo XIX que le atribuían al individuo una racionalidad que se perdía en cuanto se juntaba con otros en la calle. Según los científicos decimonónicos, el hombre del costo-beneficio del liberalismo se diluía en una masa irracional nada más se concentraba con otros en una plaza. Ese menosprecio por lo político es el que asoma ahora cuando se dice que “la aprobación del Presidente no se explica con los resultados de su gobierno”. Para no caer en esa falacia baste recordar el origen latino de “representar”: devolver lo que estaba ausente; hacer presente a alguien que no está.
En el inicio de la llamada “transición”, la representación fue sólo formalista y consistía en una autorización para actuar en nuestro nombre. Se elige a una persona cuyo juicio y voluntad reconocemos para que tome decisiones. No es un empleado ni “una sirvienta” –como dicen los participantes de las caravanas de autos–, es un representante, es decir, que actúa con el consentimiento de otros quienes, a su vez, toman la responsabilidad por esas acciones. Pero desde 2018 se vio que la representación también tenía un aliento trascendente, no sólo formal. Se podía ver como acciones y resultados, pero no sin olvidar el anhelo de verdad, justicia, equilibrio, compensación. En el Guernika de Picasso, por ejemplo, vemos un caballo herido, una mujer con su hijo muerto en brazos, una bombilla eléctrica, pero sabemos que es un alegato contra la crueldad, la desesperación y el sufrimiento de la guerra. Así, quien sólo vea en el Zócalo estadísticas de mejora o retroceso se pierde de su trascendencia. Y quien crea que la representación es réplica seguramente no entiende a Picasso o cree que la representación debe ser un espejo, un “retrato en chiquito de la sociedad”, como buscaba vanamente John Adams en el primer Congreso de los Estados Unidos. Los proporcionalistas están en la política y en la pintura, y siempre se perderán en las metáforas del espejo, el mapa, y el retrato. No es lo mismo ser típico o semejante, que tener una actitud y acción representativa. Por esa confusión, creen que el respaldo al presidente López Obrador se debe a que “habla como ellos” y hacen esfuerzos por imitarlo. Pero ¿en qué consiste esta representación como acción?
Tendemos a evaluar a una autoridad por su apego a lo que prometió, pero la representación como promesa cumplida es sólo una pieza del paisaje de la legitimidad. Podríamos añadirle el talento para anticipar, la confianza como predecibilidad –“Por el bien de todos, primero los pobres” no era un lema, sino un programa– y la demostración del esfuerzo de tratar de cambiar un régimen desde la esquina del poder presidencial. El “no estás solo” que han coreado sus simpatizantes-electores desde el desafuero como jefe de Gobierno en 2004 y 2005 ha implicado siempre la identificación con un ciudadano promedio que lucha contra poderes casi invencibles. De ahí la trascendencia –“hacer historia”– que los propios asistentes al Zócalo le atribuyen a reunirse. La representación de López Obrador es no sólo en nombre de ellos, sino sobre todo en su defensa. Los poderes fácticos que lo quisieron sacar de la candidatura presidencial, los que le hicieron fraudes electorales y campañas de desprestigio hasta que pudieron, necesitan que se les enfrente entre todos, los plebeyos, como si fuera un combate compartido. La identificación del “amor con amor se paga” le da a la representación un carácter simbólico y no sólo de suma de intereses que creían los decimonónicos que definía el retrato de una sociedad. Simbolizar no es representar. Si nos atenemos a la palabra griega, el símbolo está compuesto de dos palabras: arrojar juntos. Cuando los críticos del Zócalo lleno hablan del “culto a la personalidad”, no consideran esta dimensión, la de trascender en colectivo. En donde hay un triángulo entre soberanía, actor político y responsabilidad compartida sólo ven una línea, la del personaje. Lo he escrito otras veces y lo repito: López Obrador no es una persona, es lo que se acomete en el espacio entre muchos. Un símbolo que evoca emociones y actitudes de lo que está ausente.
El primer dibujo de Picasso era el de una niña con una lámpara alumbrando a un toro. Más tarde, esas dos figuras trascenderían, tras el bombardeo fascista sobre Guernika, para formar parte del mural de protesta. El Zócalo lleno no es, por eso, igual al de otros momentos, entre muchas cosas porque no es de indignación, sino de festejo. Pero, para verlo, necesitaríamos, como prescribió Ernst Bloch, “dejar de juzgar para comprender”. Ser la niña que alumbra al toro.