Ahora más que nunca es importante construir nuestra soberanía alimentaria en todas sus vertientes. El cambio climático ha encarecido los alimentos y la comercialización de ellos redunda en el enriquecimiento de un puñado de firmas, una de ellas el gigante de los lácteos Lala, y el empobrecimiento de millones de familias, como muestra La Jornada (https://bit.ly/3o1WPtZ).
La situación en cuanto a la leche es preocupante: seguimos detentando el campeonato mundial en importación de leche descremada en polvo. En el periodo 2016-20 importamos un promedio de 293 mil 939 toneladas anuales, por encima de China, que ocupó el segundo lugar con un promedio de 278 mil 299 toneladas (https://bit.ly/3IeS34u).
Sin embargo, hay experiencias que señalan que podemos ir construyendo nuestra soberanía en este alimento básico: desde que se inició el programa de abasto social de leche promovido y operado por Liconsa, ha sido un importante detonador de la producción en diferentes partes de la República, sobre todo de pequeños y medianos lecheros. Es el caso de la cuenca del centro-sur de Chihuahua, donde dicho programa compra 3 millones 650 mil 450 litros semanales a mil 200 productores con un desembolso anual de mil 350 millones de pesos.
Pero ahora, esta dinámica productiva que mira hacia una progresiva soberanía en leche y menor dependencia de las importaciones está en grave peligro: los productores del centro-sur chihuahuense manifiestan que el precio de 8.20 pesos por litro que Liconsa fijó desde 2018, ya no es sostenible y de no aumentarse en lo mínimo que demandan, terminará por hacer inviables económicamente a la mayoría de ellos.
Varios factores están pegando fuerte en la rentabilidad de la producción de leche para los pequeños ganaderos. Teniendo en cuenta que ellos cultivan sus forrajes, los costos se han disparado en varios rubros: entre enero de 2019 y noviembre de 2021 el precio del fertilizante 115200 pasó de 10 mil 800 pesos a 20 mil 500 la tonelada; el de la urea, de 8 mil 600 a 22 mil 500 pesos la tonelada. El maíz forrajero, en el mismo lapso pasó de costar 4 mil 500 pesos la tonelada a 8 mil 250. La soya forrajera, de 950 a mil 237 pesos la tonelada; la semilla de algodón, de 6 mil pesos a 8 mil 600; la alfalfa, de 3 mil la tonelada a 4 mil 200 pesos. En el mismo lapso, el material y equipo de ordeña ha aumentado 25 por ciento.
El resultado, al menos en esta región, es la quiebra de los productores más pequeños y el despoblamiento de hatos: antes una familia salía adelante con un hato de cinco vacas; ahora ni con 20. Algunos han tenido que vender sus reses para poder subsistir, ejemplares lecheros que costaron 2 mil 500 dólares tienen que malbaratarse para el rastro a 6 o 7 mil pesos. Reportan, por ejemplo, que en un grupo de ocho productores sólo quedan tres, con la mitad del hato.
Pero las consecuencias van más allá: con la venta del ganado y la disminución de productores se están desmantelando las capacidades productivas construidas durante años. Se pierden plazas de trabajadores registrados en el IMSS. Los productores tienen que irse a la ciudad, despoblando el campo, y engrosar el ejército de obreros de maquila. Y, lo peor, se derrumbará la producción local de leche y con ella, se incrementará la dependencia de las exportaciones o de las empresas monopólicas.
Los productores solicitan al gobierno federal que el precio por litro se les fije cuando menos a 10.20 pesos. Señalan que con esta base se les daría certidumbre para mantener o incluso ampliar sus hatos y buscar créditos –muy escasos, por cierto– para mejorar su equipamiento. Cómo estarán las cosas que, en una reunión con la Financiera Nacional para el Desarrollo, el representante de ésta reconoció que, dadas las difíciles condiciones actuales, sobre todo el precio de compra, sería muy difícil y arriesgado otorgarles créditos.
Ayer consignaba este mismo diario que la pandemia duplicó la inseguridad alimentaria en América Latina. Antes de ella la padecía en México uno de cada 10 hogares; ahora, dos de cada 10. Aprendamos la lección: apostarle a la producción local, invertir en buenos precios para los medianos y pequeños productores alimentarios nos garantiza menos dependencia, menos concentración y poder en las grandes empresas agroalimentarias. Nos ayuda a preservar el tejido social y familiar de muchas regiones y a prepararnos para momentos de crisis como la del Covid-19. Vale la pena escuchar a los productores.