Se cumplieron ayer tres años de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador como presidente de México, y el mandatario decidió rubricar el aniversario con una concentración masiva en el Zócalo capitalino ante la cual pronunció un discurso con acentos de informe presidencial. En ese lapso el país se ha visto envuelto en múltiples cambios vertiginosos y profundos y, al mismo tiempo, y por paradójico que parezca, insuficientes. Algunos sectores de la sociedad lamentan las transformaciones realizadas desde el Poder Ejecutivo federal y otros deploran que no se haya ido más lejos, pero es claro –y así lo confirman las encuestas de aceptación– que una sólida mayoría de la población respalda la obra lopezobradorista y la remodelación de la administración pública emprendida en el actual sexenio.
Nada expresa mejor esa reorientación que la sistemática demolición de los símbolos del poder llevada a cabo por el político tabasqueño, empezando por la conversión de la antigua residencia oficial de Los Pinos en un centro cultural abierto al pueblo, la eliminación del Estado Mayor Presidencial, las políticas de austeridad ordenadas al conjunto de las dependencias gubernamentales y las modificaciones legales para remover el fuero del mandatario; en forma paralela, López Obrador ha escogido un estilo de comunicación directo y llano que se expresa tanto en sus conferencias matutinas como en el acto de ayer, una ceremonia de masas sin precedente. Pero, más allá de símbolos y discursos, la sustancia de la transformación llevada a cabo reside en una contundente reorientación del presupuesto público hacia la atención de las necesidades más acuciantes de los estamentos más desprotegidos de la población, así como en un esfuerzo administrativo nunca antes visto para combatir la corrupción, la frivolidad y el dispendio en los ámbitos gubernamentales.
Es innegable que ambas líneas de acción han permitido liberar recursos para la aplicación de programas sociales que de otra manera serían irrealizables, como Jóvenes Construyendo el Futuro, la pensión universal para adultos mayores, Sembrando Vida, La Escuela es Nuestra, así como para obras públicas estratégicas como el Tren Maya, el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, la vía interoceánica en el Istmo de Tehuantepec y diversos programas regionales orientados a la reactivación económica local y la generación de empleos. No menos importante, el Presidente ha buscado dejar atrás la fallida estrategia de la “guerra contra la delincuencia” para construir un paradigma de seguridad pública del todo diferente, fundamentado en el combate a las causas sociales de la criminalidad y en una comprensión no maniquea del fenómeno delictivo. Ciertamente, los efectos de este cambio en los índices delictivos dista mucho de ser satisfactorio, particularmente en lo que se refiere a la presencia territorial de organizaciones criminales, a los delitos de género y a los crímenes contra informadores y activistas.
Por lo demás, ni los más exaltados detractores del gobierno lopezobradorista podrían negar que en estos tres años el debate público ha florecido como en ninguna otra presidencia; la politización de los asuntos públicos, si bien indeseable en algunos casos, se ha traducido en una intensa y generalizada participación social en la discusión y el gobierno federal ha renunciado a los métodos vergonzantes de control e incidencia en la opinión pública. Prácticamente no hay una institución que no esté sometida a la mirada crítica, sea por oficialistas o por opositores: desde la Presidencia misma hasta pequeñas unidades de gobierno, pero también –y esto es relativamente novedoso– medios informativos, universidades, partidos y organismos autónomos.
El empeño lopezobradorista por privilegiar lo general sobre lo particular ha generado confrontaciones entre el Ejecutivo y sectores académicos, científicos, artísticos y de los diversos activismos sociales. Por enconadas que sean, tales confrontaciones se traducen en un masivo flujo de información –y desinformación– sobre el funcionamiento de las distintas dimensiones del país y, a fin de cuentas, en una progresiva difusión de las lógicas legales e institucionales en amplios sectores de la población.
Otra faceta evidente del cambio experimentado en este trienio es la política exterior: en tanto que la complicada relación bilateral con Estados Unidos ha podido llevarse por cauces inesperadamente apacibles e incluso fructíferos, tanto con el republicano Donald Trump como con el demócrata Joe Biden, la actitud de México hacia el resto de América Latina ha conllevado una franca recuperación de su presencia y su preminencia regional, y el país está de vuelta en el escenario internacional como punto de referencia de una diplomacia basada en principios.
Sería imposible resumir todos los aspectos de la transformación en la que se encuentra el país, así como sintetizar lo mucho que falta por hacer para cumplir a cabalidad con el programa político, económico, social e institucional de López Obrador. Lo que muy pocos se atreven a negar es que el país ha cambiado mucho –incluso con el viento en contra de la trágica pandemia– y el sentir mayoritario, expresado en los sondeos de opinión y en la concentración de ayer en el Zócalo, es que ha sido predominantemente para bien.