Atres años de haber llegado a la Presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) estará de nuevo ante una capitalina Plaza de la Constitución que seguramente estará rebosante de apoyo popular. Zócalos llenos tuvo en diversas estaciones del largo trayecto que en 2018 arribó a Palacio Nacional a pesar de presiones, trampas e insuficiencia de recursos económicos.
Ahora, su partido es posesionario del más amplio capital político, electoral e institucional de la historia posrevolucionaria: la Presidencia de la República, la mayoría en el Congreso federal, una aplastante cosecha de gubernaturas, congresos estatales, presidencias de los municipios más importantes y expansión con asientos aprobados por el Legislativo en la integración de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y en entidades autónomas, como el Instituto Nacional Electoral, con el que sostiene una cerrada batalla en busca de reformarlo.
AMLO ha consolidado, además, un singular dominio de la agenda pública mediante la insólita realización de conferencias matutinas de prensa de lunes a viernes y el sostenimiento de su discurso los fines de semana en giras por estados de la República. Pocas veces ha perdido la vanguardia en la fijación de temas y enfoques de interés público y, cuando ha sucedido, lo ha retomado con rapidez.
No ha podido doblegar a poderes que se mantienen acechantes, como los grandes capitales nocivos, que juegan a la convivencia forzada en espera de que en 2024 puedan volver a sus anteriores estamentos de privilegio (ayer, por cierto, el Presidente se reunió con el jefe de BlackRock, la imperiosa firma de gestión de inversiones, la más poderosa del mundo, que no juega a las amistades ni a las relaciones públicas, sino a la satisfacción de sus intereses).
También se mantienen acechantes los principales medios convencionales de comunicación, con un poder mellado, sobre todo por el cierre de llave a la profusión presupuestal de antaño, pero propicios a la difamación y deseosos de ayudar a desestabilizar. Otro factor de peso geopolítico es el del vecino del Norte, implacable e ineludible.
A menos de tres años de la entrega de la banda presidencial (esta segunda parte del periodo constitucional será de dos años con 10 meses), con un proyecto de obras estratégicas en el sur, polémico e impugnado, pero avante, con un desarrollo diezmado por los diversos problemas derivados de la pandemia y con una enorme presencia pública, López Obrador no enfrenta oposición partidista ni figuras políticas de primer nivel que signifiquen una amenaza, además de parecer que tiene bajo control el proceso sucesorio, que él mismo ha precipitado.
Sin embargo, López Obrador entra ya a una etapa distinta, justamente porque las transformaciones profundas de un sistema o una sociedad no suelen provenir del esquema electoral, porque el proyecto derivado de las urnas se topa con poderes fácticos sumamente resistentes, y porque hay una creciente exigencia de resultados concretos, más allá de la retórica, sobre todo en materia de seguridad pública y de aplicación de la justicia contra corruptos del pasado y el presente.
AMLO se asoma a una etapa más ríspida porque la funcionalidad de su partido, Morena, es sumamente defectuosa (aunque “gane” elecciones con piezas discutibles), porque en general su gabinete no le ayuda e incluso le crea problemas, y porque él mismo ha acelerado deslindes y confrontaciones con segmentos sociales que le eran originalmente favorables.
Además del impugnado Acuerdo de blindaje a obras y proyectos considerados estratégicos, y del polarizante episodio reciente de deslinde respecto a una comunicadora y una revista importantes, López Obrador recurre a la movilización popular en apoyo de su proyecto no sólo para mostrar músculo, sino, sobre todo, para subrayar que en la esperanza de cambio del segmento mayoritario de la sociedad está la clave de la viabilidad institucional, de la paz social y del remozamiento del sistema. ¡Hasta mañana!
Twitter: @julioastillero
Facebook: Julio Astillero