Acaso ningún lugar tan propicio como un hospital siquiátrico para leer a Witold Gombrowicz. Desde luego, no pretendo recomendar a nadie internarse en un manicomio para leer sus novelas, aunque el ambiente entre locos convenga al universo descrito por el escritor: indicios, a la vez claros y oscuros, interpretaciones delirantes de una realidad aún más insensata. Las absurdas situaciones y peripecias extravagantes de sus personajes, las cuales podrían parecer imposibles a un lector que cree gozar de sentido común, se revelan de una lógica imposible entre los llamados enfermos mentales. Alarmar a todo el personal hospitalario por una hoja de árbol a punto de caer o un grano de arena cambiado de lugar es una acción que parece de una absoluta coherencia a todos los internos y a buena parte del personal médico. Rejuvenecer como el protagonista de Ferdidurke es parte de la vida cotidiana en un manicomio. El lector residente en el desaparecido hospital siquiátrico del Floresta puede sumergirse a su antojo en la novela de la cual se transforma en un personaje más, al mismo tiempo imaginario y real, visible e invisible. A la manera del espectador de Las meninas, quien se sumerge en la tela que pinta Velázquez y se sitúa en el espacio contemplado por el artista, en un juego de escondidillas, donde es visto sin verse, el lector de Cosmos se sumerge en la escritura de Gombrowicz, asediado por señales que, en lugar de indicarle el camino, lo extravían en él.
En Gombrowicz mentalista, ensayo y testimonio recién aparecido, nuestro amigo Georges Sebbag ofrece nuevas perspectivas de la obra del autor polonés. Recuerda que en 1967, dos años antes de su muerte, el escritor preconizaba el suicidio asistido. En este sentido, le declaró durante una entrevista: “Nosotros tenemos actualmente necesidad de casa de la muerte o de especialistas humanos y amigables para acoger a todos aquellos que deben morir y quieren evitar sufrimientos inútiles”.
A la pregunta de Sebbag sobre su manera de considerar la muerte, Gombrowicz respondió: “Me parece que en la cultura europea contemporánea se exagera este problema; en el fondo es una cuestión artificial, puesto que el hombre es mortal y por naturaleza está preparado a sufrir su destino. Tengo la misma opinión de ese filósofo que dijo que, mientras vivimos, la muerte no está presente y, cuando llega la muerte, ya no existimos. No temo la muerte, sino la agonía. Es un verdadero escándalo que la sociedad moderna no haya sabido procurar al hombre una muerte tranquila y decente. A causa de nuestros prejuicios y quizá también por nuestro miedo de considerar la muerte, nos vemos obligados a morir de manera salvaje y atroz. Me parece ridículo que la sociedad moderna, capaz de ofrecer los medios para mudarse cómodamente de una casa a otra no haya sabido procurarse una mudanza civilizada al otro mundo”.
La visión de Gombrowicz propuesta por Sebbag, que abre la puerta a otra lectura de su obra, es la de un “mentalista”: “Un mentalista, escribe, es un vidente. Puede resolver, como en la serie estadunidense The Mentalist, los crímenes más terribles, los asuntos más enredados. Gombrowicz, en su novela-folletín Los hechizados, recurrió a un vidente. Hizo él mismo prueba de extralucidez a lo largo de su vida y sus escritos. El escritor polonés enunció algunas intuiciones fuertes: Witold posee un yo irreductible que habla en su propio nombre; cada yo es un cosmos que expresa el universo; el individuo se ve amenazado cuando el horizonte humano se ve abarrotado por el gran número; más se es inteligente, más sabio se es, más se es idiota”.
No es un ensayo sobre Gombrowicz, sino con Gombrowicz, aclara Sebbag, quien, al tamizar clarividencias y fulgores del artista, nos ofrece visiones e ideas, planos y secuencias, relatos y diálogos, más actuales que nunca. Como su personaje, el escritor y su escritura emergen de la fuente de la eterna juventud... de un manicomio.