No podemos llamarnos a engaño. Hemos recibido una advertencia explícita. Es indispensable tomarla en serio para resistir lo que implica y sobrevivir.
La alianza entre el gran capital trasnacional, el gobierno mexicano y actores locales que impulsa los “megaproyectos” tiene un propósito muy claro: colonizar el sureste. No son meros proyectos de inversión. Como todas las empresas coloniales, ésta afirma que busca el beneficio de quienes serán colonizados. Como dijo el director del proyecto principal, se necesitará un genocidio: liquidarlos como lo que son para convertirlos en algo mejor.
Se ha recurrido a todos los medios para convencer a la gente de las bondades del plan. Además de propaganda masiva, se usó todo género de recursos legítimos e ilegítimos de persuasión. Se compraron voluntades de todo tipo. Se dice que muchos vendieron su primogenitura por un plato de lentejas, pero el hecho es que sí la vendieron, que están esperando las lentejas y que por lo pronto apoyan la idea y hostilizan a quienes la resisten.
Esa es la cuestión. A pesar de todo, hay muchos que resisten. Hay comunidades enteras que se oponen y que no están dispuestas a dejar de ser lo que son en nombre de las ilusiones del desarrollo. Saben bien de qué se trata; lo han padecido por muchos años. Quienes se aferran a sus modos propios de vida, basados en la autonomía, se alían a ecologistas de todas las variantes que luchan contra el inmenso daño ambiental que los proyectos traerán consigo. No sólo están organizados y decididos a resistir. Hay quienes están dispuestos a dejar la vida en el empeño… como ya se está demostrando, porque hay agresiones cotidianas.
Consciente de esa perspectiva, el gobierno anuncia ahora que la realización de los proyectos será garantizada por las fuerzas armadas, al considerarlos de interés público y seguridad nacional. La violencia que hoy padece el país, la que lo hace el más violento del mundo, se realizará ahora legalmente y en nombre del progreso.
El pasado 26 de noviembre se publicó en estas páginas un artículo notable y valiente de Abel Barrera, el director del Centro de Derechos Humanos Tlachinoyan, en la Montaña de Guerrero. Ilustra bien el modo de operar de esas fuerzas armadas, los extremos a que puedan llegar al realizar sus tareas. Eso es lo que deberán enfrentar ahora quienes sigan resistiendo los grandes proyectos del sureste.
No se trata de algo excepcional ni exclusivamente mexicano. Tampoco se trata de una conspiración o un gesto arbitrario aislado. Es un estado de cosas. Para imponer la voluntad de élites dispuestas a todo con tal de seguirlo siendo y continuar con el despojo se necesitan condiciones especiales.
La expresión “estado de excepción” es particularmente desafortunada. Tampoco funciona la versión en inglés, “estado de emergencia”. El Estado-nación, forma política del capitalismo, se construyó con un sistema jurídico y político apropiado a la operación del capital. Periódicamente, empero, fue preciso prescindir de las normas pactadas. Como recuerda Agamben, el mal llamado “estado de excepción” es una condición en que se usa la ley para garantizar la impunidad de quienes violan normas sociales establecidas, a menudo producto de prolongadas luchas sociales. Es la impunidad a la que aludió el comité de Naciones Unidas que nos visita.
En Occidente la justicia se representa como una mujer con los ojos vendados, para aludir a su supuesta imparcialidad. Montesquieu dio otra interpretación. Había que ponerle vendas a la imagen que representa la justicia para que no viera los horrores que se cometerían durante el “estado de excepción”. Esa es la perspectiva actual.
En el mundo entero se ha estado usando el virus como pretexto para establecer la sociedad de control, cuya construcción empezó hace tiempo y tiene avances diversos en distintos países. En todos los casos hay un dispositivo de coerción.
Es importante tomar en cuenta que ese dispositivo tiene actualmente una variedad de herramientas que refinan tradiciones muy viejas del ejercicio autoritario. Se ha vuelto cada vez más difícil trazar una línea que permita distinguir el mundo del crimen del mundo de las instituciones. Podrán usarse grupos de choque, paramilitares, cárteles y muchos otros actores, en que policías y soldados son sólo cómplices o testigos indiferentes, como hemos estado viendo con toda claridad en los ataques que se realizan en Chiapas contra comunidades zapatistas.
Hace una semana, en Bélgica, en una de las innumerables movilizaciones que expresan la resistencia cada vez más general y activa al régimen de control en un “estado de excepción” que se extiende y estabiliza, circuló una pancarta que debemos tomar muy seriamente en cuenta: “Cuando la tiranía se convierte en ley, la rebelión se convierte en deber” ( La Jornada, 22/11/21, p. 4).
Pese a las múltiples amenazas, corriendo enormes riesgos, cunde en la base social la convicción de que no se puede ya tapar el sol con un dedo ni cabe dejarnos engañar por la propaganda desaforada y la retórica liberadora. Es hora de luchar.