Cuando los científicos vieron por primera vez en un microscopio al SARS-CoV-2, ante sus ojos apareció la imagen de una corona. Desde entonces, todo el mundo habla del nuevo coronavirus que genera la Covid-19, enfermedad que fue notificada por vez primera en Wuhan, China, el último día del año 2019.
El origen del surgimiento del SARS-CoV-2, sin embargo, sigue siendo un enigma, aunque para la mayoría de los medios es asunto cerrado y replican lo que sus intereses defienden: que surgió de China, el mayor competidor comercial de Estados Unidos. Casualmente, los más poderosos líderes políticos también han sido bastante precavidos en ir más allá, a pesar de que China, al denunciar una campaña difamatoria en su contra, ha invitado dos veces a los expertos de la OMS a realizar en ese país el rastreo de los orígenes del virus. En agosto de este año China acusó a los servicios de inteligencia estadunidenses de fabricar un informe carente de evidencias fehacientes. “Su propósito no es otro sino utilizar esta cuestión para echar la culpa a China, eludir sus propias responsabilidades y diseminar un virus político”, remarcaba la declaración oficial.
Pero ¿para qué cambiar de idea si el mundo entero repite lo mismo? Quienes hemos seguido de cerca el desarrollo de esta pandemia, y hasta nos hemos contagiado alguna vez y sobrevivido a ella, sabemos que no se trata de cualquier virus, pero sí de uno muy fuerte, cuyas secuelas pueden llegar a ser de largo aliento. Tal vez por eso hay quienes investigan el origen del virus y enfrentan hipótesis distintas a las de Estados Unidos.
*Periodista argentina