Los capitalinos traemos la música por dentro, algo que no es difícil de lograr en una ciudad como la nuestra, en la que es habitual escuchar notas provenientes desde los lugares más usuales hasta los más insospechados: puestos de comida, farmacias con altavoces que entre oferta y oferta amenizan con una variada selección musical, restaurantes, microbuses, repartidores de gas y cantantes en el Metro son sólo una pequeña muestra de la oferta melódica que los trayectos chilangos ofrecen, a la que se suma la que cada uno traiga, ya sea en un reproductor electrónico o en la mente, y que, generalmente, se comparte con silbidos.
A los mexicanos no se nos puede acusar de ser poco musicales, tampoco de quedarnos callados, decimos lo que queremos y traemos la música tan arraigada que somos el único pueblo en el mundo –que yo sepa– que tiene el ingenio y oído para insultar y saberse insultado con una melodía; lo hacemos a través de siete notas musicales (Do, Sol, Sol, La, Sol, Si, Do) que son esenciales en nuestra cotidianidad y usamos para invocar a la comadre de la madrina de quien es –de acuerdo a nuestro criterio– merecedor a que vaya a hacer lo que los españoles le hicieron a nuestras madres.
Más allá de las mentadas, en la Ciudad de México la oferta musical es tan amplia como los gustos de sus habitantes quienes siempre encontrarán una interpretación de su género favorito si es que saben buscarla bien: merengue en Izazaga, mariachi en Garibaldi, música de la que ponen en los elevadores en la Condesa y en la Roma, cumbia en Iztapalapa y reminiscencias de música prehispánica en el Zócalo.
Al lado del Templo Mayor, los concheros interpretan música inspirada en aquella con la que los antiguos mexicanos realizaban ceremonias; vestidos con faldellines, pectorales, muñequeras de cuero y un penacho de plumas, hacen sonar sus teponaztlis, caracoles y sonajas en una coreografía que reúne a turistas despistados que, sin saber que están presenciando un ritual lleno de solemnidad y significados, creen que está dedicada a ellos, cuando realmente Quetzalcóatl, el Fuego Nuevo y Tonantzin son los destinatarios de esos bailes y notas con las que les rinden tributo quienes hoy intentan hacerlo de la misma manera que los mexicas lo hacían, en el mismo lugar, hasta que llegaron los españoles con sus propios instrumentos.
Hernán Cortés trajo consigo a México, desde Cuba, a tres soldados que, además de cargar con arcabuz, algún instrumento musical han de haber traído consigo, pues eran músicos, sus nombres: Ortiz, el músico; Benito Bejel, y el Maese Pedro, fueron precursores para que el huéhuetl, el tlapitzalli, el atecocolli y los demás instrumentos de música prehispánicos fueron sustituidos por la guitarra, el violín y el órgano con los que los españoles cantaban alabanzas – kyries y glorias– durante sus ceremonias religiosas. Algo poco divertido en comparación con la música que, sin el ojo inquisitivo de los padrecitos y su corte de lisonjeros, interpretaban soldados y esclavos africanos cuyas notas se amalgamaron con sonidos prehispánicos, dando como resultado, con el paso de los años, las jaranas o huastecos que hoy tanto disfrutamos.
Pedro de Gante, quien a inicios del virreinato fundó escuelas y se ganó la confianza de todos los rangos sociales, se percató de que los indígenas tenían afición, pero sobre todo facilidad, para la música, por lo que fundó en Texcoco la primera escuela de música en México, una que posteriormente fue trasladada a la capital. De la música virreinal se sabe que sus principales compositores fueron, entre otros, Francisco López y Capillas, Manuel de Sumaya y Hernando Franco, quien fuera maestro de capilla de la catedral. Hasta mediados del siglo XIX la música tenía un estrecho lazo con la Iglesia, pero eso cambió con la Reforma y llegaron la ópera y los valses.
Con la Revolución Mexicana las expresiones artísticas en nuestro país se inspiraron en los cambios políticos y sociales de aquel entonces. Compositores como Manuel M. Ponce, Juventino Rosas y Ricardo Castro –quien murió un día como hoy de 1907– dieron pie al nacionalismo musical y con él al surgimiento de melodías que no eran secuela de la música europea. Con ello abonaron a la futura apertura para maravillosas piezas de compositores como Agustín Lara, Juan Gabriel, El Pirulí, o –entre miles más– Juan José Calatayud, quienes hoy son, a través de sus interpretaciones, como la música que compusieron: metafísica que se siente.