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Personaje fundamental en la escena del rock progresivo en Argentina y en Latinoamérica, Charly García (Buenos Aires, 1951), durante décadas ha sido capaz de llevar al extremo, y con peculiar armonía, a la vez su enorme talento y su locura, léase lucidez, en una época signada por la violencia, la opresión, el tedio y el desamor, desde la Argentina a la sombra de la dictadura hasta nuestros días.
La era del color y la locura
Todo estaba vacío… vacías las calles, los cines, los parques. No sabía que esos silencios eran también una promesa, una predisposición casi atroz al estallido que vendría después; un presagio de primeras tempestades. El rock progresivo se entrelazaba sutilmente en los tocadiscos con el folk y la canción de protesta –marcados por la resaca postbeatle que campeaba por el mundo–, las voces conceptuales que venían de Estados Unidos y de Inglaterra se ramificaban en bandas latinoamericanas que se buscaban en ese género musical, o en el rock sinfónico, de una manera oblicua y casi épica: las voces armónicas se anudaban por primera vez en los sintetizadores y en guitarras más sofisticadas y extensas que cambiaban la velocidad de lo cantado hasta entonces; a veces se cantaba en español, otras tantas en inglés, pero en ese bilingüismo se jugaban también las posibilidades culturales del rock a nivel regional, nacional y subcontinental. Visto desde la trampa del presente, da la sensación de que a finales de los años setenta del siglo pasado había un desierto: eran lánguidos, o con velocidad propia, la búsqueda y el intercambio de acetatos, las sesiones para escuchar discos en el infinito psicotrópico, porque el gran ausente era “el rock en vivo y en directo”. La cámara lenta del pasado.
Me ha quedado grabada la sensación de que la primera canción que escuché de Charly García fue “Yo no quiero volverme tan loco” (1982), a dúo “secreto” con León Gieco, porque a este último su compañía disquera no le permitió aparecer en los créditos en el disco Yendo de la cama al living, de Charly García. A través de esta canción se abrió de golpe un horizonte digamos que intempestivo. ¿Qué era aquella música que venía de tan lejos, Argentina, cantada en la misma lengua, pero que tenía también expresiones que se podían volver tan cercanas y al mismo tiempo tan incomprensibles como hasta cierto punto oscuras? Una afirmación subjetiva de cierto “fuera de lugar” casi adolescente, una legítima defensa de las almas que querían cantar su propio extravío y sus temores en un contexto de violencias no enunciadas directamente: “Yo no quiero morir en el mundo hoy/ yo no quiero ya verte tan triste/ yo no quiero saber lo que hiciste/ yo no quiero esta pena en mi corazón.” Violencias en contextos muy diferentes; Argentina en el tramo final de la dictadura que comenzó en 1976 y México bajo el ala grisácea de un sistema político y cultural opresivo, cuya opacidad era tan densa, autoritaria y decadente que los modelos y tipologías de la vida adolescente parecían salir solamente de las “vidrieras” y de las televisiones a color, todo envuelto en modelos de comportamiento tan enajenantes como inverosímiles. El candor de los melodramas televisivos y de cantantes juveniles “bien portados” estallaba al entrar en contacto íntimo con esta música.
Cantaban Charly García y León Gieco en “Yo no quiero volverme tan loco”: “Escucho el beat de un tambor entre la desolación/ de una radio en una calle desierta/ están las puertas cerradas y las ventanas también/ ¿No será que nuestra gente está muerta?/ Presiento el fin de un amor en la era del color/ la televisión está en las vidrieras.” En México la televisión en color ya se veía desde 1963, en Argentina fue hasta 1979 que las pantallas dieron el giro cromático. Este detalle me causaba cierta extrañeza, que se combinaba con el comienzo suave de una canción que inmediatamente transmitía el horror ante la desaparición forzada en dictadura y una dimensión poética sobre los matices de la locura de Charly. Había también un romanticismo naif, podría decir que hasta defensivo: “Yo no quiero meterme en problemas/ Yo no quiero asuntos que queman/ Yo tan solo les digo que es un bajón/ Yo no quiero sembrar la anarquía/ Yo no quiero vivir como digan/ Tengo algo que darte en mi corazón.” Con esta canción, en ese momento, todo el mundo exterior era una mentira.
¿Contra qué o contra quiénes nos hacían pelear las canciones de Charly García? Quizás ahora pienso que tampoco queríamos volvernos tan locos a comienzos de los años ochenta y que eso fue la primera empatía con la música de Charly. Adolescentes cuya iniciación en la cultura de masas no era tan estridente, porque la religión del consumo todavía tenía algunos huecos en los que se podía recalar para obtener, prestar y escuchar ciertos discos; más bien se vivía en la discreta recepción de una música que estremecía por sus letras y por sus giros, marcados siempre por la presencia de un piano transversal que se dilataba entre el folk y la armonías de sus guitarras, la música clásica pasada por el oído absoluto de Charly, el rock y hasta el tango y la música de carnaval, como el candombe. Si el acetato era el soporte tecnológico de toda esta época, una batalla contra el orden de cierta cordura social y de control psicológico parecía la consigna de ese músico de bigote bicolor del cual todavía no se advertía el alcance de su peculiar forma de enloquecer y componer.
La Máquina de Hacer Pájaros: rock progresivo y dictadura
Sin embargo, es seguro que lo primero que escuchamos de Charly García fue el par de discos de su grupo La Máquina de Hacer Pájaros (los otros integrantes eran Óscar Moro, Carlos Cutaia, Gustavo Bazterrica y José Luis Fernández). Un nombre que era parte de esos enigmas que ahora, a la distancia, parecen deudores de las vanguardias literarias de las primeras décadas del siglo xx. Un juego de asociaciones que de alguna manera hacían posible que el rock progresivo de esta banda se apropiara libremente de referencias muy diversas entre sí: una maquinaria de pájaros, canciones, disfraces ante el espejo, muñecas inflables y actrices abandonadas. Digamos que el campo semántico de La Máquina de Hacer Pájaros podía ir de canciones como “Hipercandombe” (1977) –la espiral progresiva del sintetizador y la guitarra entraban en tensión con la ironía trágica de un “país hipernatural” en el que se iniciaba ya la dictadura, su terror y las miles de desapariciones y asesinatos–, hasta temas al estilo de “Como mata el viento norte” (1976), que suena más bien a un remanso matutino previo a la tormenta militar: “no quiero saber nada con la miseria del mundo hoy… es un buen día, hay algo de paz”. En el primer disco de 1976, del mismo nombre del grupo, hay piezas como “Ah, te vi entre las luces”, cuya duración de más de diez minutos y con giros propios del rock progresivo y sinfónico definen también su distancia con los grupos más importantes en este ámbito, como Yes, King Crimson o Pink Floyd: piano y letras cuya poética es una permanente construcción de frases enigmáticas y abiertas, pero siempre con esas escenas del tedio y el sinsentido rioplatense que ahora se entienden muy al estilo de Charly García; el rock progresivo como una ceremonia secular de almas extraviadas en los sonidos alucinantes de su tiempo.
Quizás es en esta experiencia letrística de La Máquina de Hacer Pájaros que Charly profundiza en escribir canciones que tienen que burlar la censura militar mediante metáforas y tropos cada vez más indirectos en su manera de referirse a la violencia y a la vida cotidiana en la dictadura.
Sui Generis y Serú Girán: la máquina de hacer grupos
En 1969, Charly García y Nito Mestre van a formar Sui Generis. Comienza el “lirismo surrealista”, como le llamaría Pedro Lemebel, de un artista absolutamente contradictorio y hasta ambiguo de cuya música brotaba, “desde la dupla de Sui Generis, con Mestre, un olor a rebeldía floral (que) me llegaba en su ‘rasguña las piedras’ y otras álgebras roqueras que hoy forman parte del cancionero popular”, afirmaba el mismo Lemebel. A este lirismo de Sui Generis, cuya máquina suave producía canciones en las que la letra ya dejaba sentir una poética propia, entre el folk, la canción de protesta y el rock and roll en tránsito hacia el rock progresivo y el pop, le corresponde un ciclo tan concentrado que en tres años generan tres discos en los que se despliega ese cambio de sensibilidad de todo el rock argentino, una crónica altamente simbolizada de la vida rioplatense urbana tan íntima como social, confesional y anecdótica: Vida (1972), Confesiones invierno (1973) y Pequeñas anécdotas sobre instituciones (1974). El Adiós Sui Generis de 1975, álbum de tres discos en vivo con dos conciertos memorables en el Luna Park de Buenos Aires, sella la transformación saturnina de toda una época en la voz de Charly, que comandaba ese “ejército loco” que de alguna manera incluía al rock argentino.
Integrado por Charly García (voz, teclados, guitarras), David Lebón (voz, guitarras), Pedro Aznar (bajo, teclados, voz), y Oscar Moro (batería), Serú Girán graba en 1978 su primer disco. En 1979, Serú Girán lanza La grasa de las capitales, que incluye temas como “Perro andaluz” y el “bang, bang, bang” de “Viernes 3 am”; un suicidio colectivo y alegórico que se despliega a través de esos cambios de “tiempo y de amor”, “de música y de Dios”, “de sexo y de ideas”, “de color y de fronteras”; en medio de la madrugada se van “los que no pueden más”. Sobre este disco, Rubén Ortega ha dicho: “Serú Girán debía responder a su condición y exigencia como superbanda. Así que para este segundo disco crearon la obra más contestataria y revolucionaria de 1979 en la Argentina. Con una portada que hacía burla a la revista Gente y citando las frases en su contra que recopilaron, Serú Girán presentó La grasa de las capitales. La portada, sobre todo polémica, mostraba de manera ingeniosa a Pedro Aznar vestido de oficinista, a David Lebón vestido de jugador de Rugby y a Óscar Moro como carnicero. Finalmente podíamos ver a Charly vestido como trabajador de una petrolera, haciendo una queja a estas empresas que ‘se quedan con todo el dinero’.”
Narrar a Charly García: la soledad de la locura
Hay mucha narrativa periodística sobre la figura de Charly García –libros, reportajes, crónicas, entrevistas– así como una producción de imágenes que van de la fotografía al muralismo callejero. Su iconización es un proceso bajo el cual se borran las fronteras entre la vida personal y su vida artística. Con motivo de su cumpleaños setenta, celebrado el 23 de octubre de 2021, se multiplicaron algunos arquetipos: el niño tímido que toca el piano como un genio de oído absoluto; el encuentro con el rock and roll y, particularmente, con los Beatles y las veintisiete veces que ve en 1964 la primera película del Cuarteto de Liverpool; la leyenda del artista autodestructivo, incomprendido, que se tira de un noveno piso en Mendoza en el año 2000; una egolatría que guía de cierta manera su decadencia recurrente y cíclica; un artista entrañable, a veces un déspota solitario que arremete contra sus seguidores y otras tantas de una ternura profunda, que recorre las edades de su tiempo a su manera, a veces inentendible y desafiante para el sentido común,a través de figuras como las del “enfermero”, el “éxtasis” artístico y enigmas del silencio como say no more.
Sin embargo, pocas veces se ha entendido a Charly García como portador de un profundo drama en el que se articulan contradictoriamente la figura de una estrella de rock con el mundo del espectáculo y una extrema lucidez y sensibilidad musical y letrística a la que paradójicamente se le critica por llevar hasta sus últimas consecuencias su libertad y locura artísticas, su propia poética. Charly es una figura trágica en tiempos de no-tragedia al que se le atribuye también la construcción pop de uno de los actuales mitos nacionales de la Argentina en tiempos de crisis nacionalista. La escritora Mariana Enríquez ha dicho que “su presencia marca un signo de los tiempos por su dolorosa precisión”: la transformación de la industria cultural de los últimos años y que ha “democratizado” la expresión aparentemente artística hasta vaciarla de significado. En su particular lucha a favor de la “calidad artística”, Charly García es el monstruo más virtuoso de las últimas décadas que ha sido orillado a hibernar en su propia locura.
Yo prefiero pensar que Charly García es fotografiado y narrado de múltiples maneras en su soledad de genio a veces amenazante, a veces generoso, como una manera de aproximarse a tientas al verdadero monstruo: esa música suya que devasta poco a poco si se le mira de frente, si se le escucha mil veces en su particular manera de brotar de un piano infantil y transversal para recorrer desde la ternura y el extravío, desde un romanticismo pop muchas veces conmovedor, las épocas de violencia y plenitud envueltas en los últimos cincuenta años de la experiencia argentina y latinoamericana, esto último por empatías a veces directas pero otras tantas enigmáticas. Si hay una constante en estas narrativas sobre la música de Charly García, es la que tiene como objetivo extraer toda la locura artística posible y actuante en su música y en su vida, una locura que ayuda a multiplicar la experiencia artística y las metáforas del amor, así como la plenitud de la vida en su brutal sencillez siempre evanescente. La soledad, el miedo, la denuncia sublimada de la desaparición forzada y de la violencia política, la cotidianidad de las calles desiertas en tiempos de dictadura y de sistemas opresivos, pero también el tedio y el desamor que van de la cama al living, del que lee revistas en medio de la tempestad.