El Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer y la Niña se conmemoró ayer en todo el mundo con manifestaciones públicas y llamados a poner fin a este flagelo que amenaza a mujeres, adolescentes y niñas sin distingo de condición socioeconómica, nacionalidad, etnia o nivel de estudios. En México, además de los reclamos transversales del movimiento feminista en todo el orbe, los actos de protesta estuvieron marcados por la crisis de desapariciones forzadas y feminicidios, por lo cual fueron precisamente las madres y familiares de víctimas de estos crímenes quienes encabezaron la marcha que tuvo lugar en la capital del país.
La ubicuidad de esta violencia se explica por sus múltiples orígenes y por su inocultable carácter estructural: la minusvaloración y cosificación de las mujeres es cultural, social, económica, familiar, política; se encuentra enquistada en nuestras concepciones del mundo y en no pocas ocasiones es consagrada en el marco legal. Como destacó la Organización de Naciones Unidas (ONU), la violencia contra las mujeres constituye una verdadera pandemia con devastadores efectos sobre más de la mitad de la humanidad: según recoge el organismo, una de cada tres mujeres ha sufrido violencia en algún momento de su vida, por lo que puede caracterizarse como “una de las violaciones a los derechos humanos más graves, extendidas, arraigadas y toleradas en el mundo; se manifiesta de múltiples formas y en diversos ámbitos –públicos, privados e incluye los espacios digitales– y trasciende todas las fronteras”.
Este panorama global es inadmisible, pero resulta incluso más desalentador constatar que nuestro país se encuentra por encima de la media en los indicadores de agresiones contra las mujeres: aquí, son dos de cada tres mujeres quienes han sufrido algún tipo de violencia a lo largo de sus vidas, y de enero a septiembre de este año 10.5 mujeres han sido asesinadas cada día. Además, es sabido que estas cifras están sujetas a un considerable subregistro, por lo cual puede afirmarse que prácticamente no hay mujer que no haya sufrido alguna forma de misoginia.
Por lo dicho, debe entenderse como una de las tareas más urgentes de la sociedad actual atacar todas las expresiones de violencia contra las mujeres desde cada uno de los frentes de responsabilidad: hay una parte, no menor, que corresponde a las autoridades gubernamentales, pero también hay obligaciones para el mundo empresarial, las iglesias, las familias, los docentes, las figuras públicas y todos los sectores sociales. Para ello, resulta fundamental construir consensos y traducirlos, de manera tan inmediata como sea posible, en acciones concretas en todos los medios: desde las adecuaciones legales pertinentes, pasando por las modificaciones institucionales requeridas –sobre todo, en el Poder Judicial– para que los cambios en las leyes no se queden en el papel; hasta las transformaciones inaplazables en los ámbitos educativo, de salud, de cultura, laboral, familiar y en las más elementales normas de convivencia. En este esfuerzo, será crucial detectar y desmontar las estructuras económicas que propician la violencia contra las mujeres, así como atender a la queja generalizada de que los aparatos de poder no las escuchan.
Por último, no puede soslayarse que las expresiones de violencia sin sentido como las que se repitieron en las marchas de ayer se encuentran en las antípodas de lo que se requiere para la construcción de consensos y el efectivo desmantelamiento del clima opresivo para las mujeres, y que, lejos de concientizar sobre la situación, enajenan el apoyo social necesario para cualquier avance sustantivo. Tales acciones, que no son exclusivas de los actos de denuncia de la violencia machista, adquieren en este caso un cariz tristemente paradójico por tener entre sus víctimas a otras mujeres, las policías que acuden a realizar su trabajo de protección, tanto de las manifestantes como del patrimonio público y privado.