“Van a conocer la venganza del norteño cuando se le frunza el ceño”
Eulalio González Piporro
Un puñado de viviendas componían la comunidad de Los Herreras, Nuevo León, en 1921. Casi despidiendo el año, el 16 de diciembre, nació Eulalio González, quien de pequeño partió para instalarse con su familia en Los Guerra, Tamaulipas, ya que su padre era trabajador de aduanas. La infancia tenía misiones fugaces con colegas de barrio para cruzar a escondidas a Estados Unidos y volver con mercancía para venta, en una era de frontera casi abierta. Creció con buen porte, alto, carismático y un ingenio creativo que lo hicieron figura y leyenda del cine mexicano, donde su nombre artístico trascendió sin credencial oficial identificado como Piporro, un símbolo de México.
“La prisa” del periodismo y Martín Corona
Ya joven, Eulalio volvió a Nuevo León, a la capital, Monterrey, donde hizo estudios en teneduría de libros, diplomándose en julio de 1941. En la Sultana del Norte también se hizo locutor, realizó labores periodísticas en El Porvenir y grababa notas radiofónicas todos los días para la XEMR. Sin embargo, nada era demasiado para un talento que quería trascender más allá del medio inmediato, así que tuvo que empacar para moverse a la capital del país. Eulalio González tenía facilidad y gusto por el histrionismo. Era amigo de Víctor Alcocer y Pedro de Aguillón, a quienes acompañaba a los estudios cinematográficos, y fue relacionándose para tener oportunidad de debutar con un pequeño papel de médico en La muerte enamorada (1950), de Ernesto Cortázar, largometraje que estelarizaban Miroslava y Fernando Fernández. Lo hizo estrictamente por trabajo, sin pensar que arrancaba una carrera, continuada en pequeñas participaciones, como el hombre que dirige pelotón de fusilamiento en El tigre enmascarado (1951), de Zacarías Gómez Urquiza.
Hizo la serie radiofónica de la XEQ Ahí viene Martín Corona, seleccionado para entrar en cabina con Pedro Infante, primera figura del medio artístico y a quien González había conocido como maestro de ceremonias en un centro nocturno de Monterrey. Eulalio hizo el personaje acompañante del protagonista, como un viejo divertido, consejero, dicharachero y de parranda pronta, a quien todos conocían como El Piporro. El nombre se le quedó para siempre, más que por la radionovela, por la versión cinematográfica de 1951 que dirigió Miguel Zacarías. Aunque tenía 28 años, lo caracterizaron para hacer de veterano instructor de vida de Infante. Zacarías repitió fórmula con Infante y Piporro en Cuidado con el amor (1954), en la que sumaron a otro genio: Óscar Pulido.
La variedad de papeles se multiplican, reproduciendo características del norteño chistoso, hablador, bailador, que extiende virtudes y gracia a la interpretación de canciones que encantaron al público. Ese prototipo tuvo muchos matices y nombres, como el de Pedro Artigas, acompañando a Fernando Casanova en el serial de El águila negra (1953), de Ramón Peón. Sin dejar el tono cómico, Piporro hizo papeles para cintas de corte más profundo como el ferrocarrilero Alberto Cuevas que hace en Espaldas mojadas (1953), de Alejandro Galindo, trabajo por el que ganó el premio Ariel al mejor actor de reparto. La suma del bienestar fílmico trajo también la felicidad personal al casarse con Ernestina Ballí en 1957. La pareja tuvo cinco hijos.
¡Contrólesen, organícesen!
El actor y cantante transformó el lenguaje norteño como algo propio. Sus monólogos tenían todas las variables del absurdo jocoso y podían ser suculentos, hasta para definir un caballo: “Animal equino forrado de cuero terminado en hueso, vulvo, pezuñas… ¿De dónde sacas tú que yo quiero un caballo?” ( El rata, Rogelio A. González, 1966). Con giras nacionales, internacionales y una serie de grabaciones que acrecentaron su popularidad, Piporro se hizo estrella mayor, con el distingo de adaptar canciones, escribir las propias y “versarlas” con chistes y fraseos que insertaba entre versos. Su estilo magnificó temas como El, escribió clásicos, como El taconazo (“ rodéllenle la cintura y saque polvareda con el taconazo…”) y Agustín Jaime (“Donde lo mataron fue en una cantina, donde lo velaron fue en casa de Juaquina”); además, tuvo desmesuras fantásticas como su tema Natalio Reyes Colás, con crónica de mojado que deja a su novia y “por el otro lao” se enamora de “una pochita que hasta el nombre le cambió, en vez de Natalio le puso Nat, en vez de Reyes, King, y Cole por Colás, y ahora es Nat King Cole… Martínez de la Garza”.
También son imperdibles los fragmentos del serial paródico Flecos Bill, que narra Piporro en las desiguales comedias construidas con chistes de la calle, parodias y absurdos de todo tipo en la trilogía Chistelandia (Manuel Barbachano Ponce, 1958). Flecos era parte de diversos seriales paródicos que inventó el también “conductor” protagónico de la serie Pancho Córdova. Piporro suelto frente al micrófono, aderezaba las escenas con su tono característico, por momentos sobrio, en otros en desgarriate verbal y primo hermano del absurdo. Su genio tiene rienda suelta en comedias de toda entraña, como el Laureano alcanzado por la realidad de otro mundo en La nave de los monstruos (1959), de Gilberto Martínez Solares, con magistral crónica en cantina donde hablaba de hechos imposibles con seres que parecen parte de otra mitología.
No perdió paso y frase para lanzar bendiciones y tiros en El padre Pistolas (1961), de Julián Soler (1961), en realidad un cuatrero que usurpa sotana con pistola ágil, actuando como repartidor de bienes cual benefactor espontáneo. Tuvo otros tonos justicieros como Tranquilino en Escuela de valientes (1961), de Julián Soler, y doble juego de personalidades como Abel/ Caín en Héroe a la fuerza (1964), de Miguel M. Delgado. En Calibre 44 (1960), de Julián Soler, hace otro duelo de hermanos con divertido drama cómico (con aparición especial de Pedro Armendáriz).
Piporro tuvo también formidables asociaciones de elenco en producciones como el trío imparable que compuso con Antonio Aguilar y Antonio Badú, como supuestos hermanos en Los Santos Reyes (1958), de Rafael Baledón. Su mancuerna con Luis Aguilar fue muy exitosa en De tal palo tal astilla (1959), de Miguel M. Delgado, donde cada uno ve a su hijo con interpretación de los mismos actores, y en Me gustan valentones (1959), de Julián Soler. En Los tales por cuales (1965), de Gilberto Martínez Solares, alterna con Fernando Soler, componiendo una dupla de agasajo. Como en varias de sus cintas, Eulalio González participó, además, en la construcción del guion. Agregó diálogos y escenas prácticamente en toda su filmografía.
Una de sus películas más recordadas es El Tragabalas (1966), de Rafael Baledón, donde se fuga de la cárcel para construir una leyenda de aventuras, jineteando su corcel Tragaleguas, cantando el tema que también impactó el mundo del disco (“con dos mujeres decididas: Flor Silvestre y Evangelina Elizondo) que lo ponen en duda y en jaque, y con el socio paternal desparpajado como el mismo Diógenes (José Ángel Espinoza Ferrusquilla). Pero pocos personajes con el fuelle interno y la gran interpretación como el que hizo en la genial Torero por un día (1963), de Gilberto Martínez Solares. Piporro es Rufino Díaz El Mil Faenas, hombre de corazón enorme con el pesar de no ser un gran matador de toros, cosa que le hace creer a su noble hija Lolita (Elizabeth Dupeyrón) a quien engaña mostrándole apéndices (orejas, rabos) que en realidad son parte del toreo de vaquillas en actos humorísticos llamados La Pachanga (en la que actúa con seudónimo, porque su nombre no lo presta “para manchar el arte sagrado del toreo”), donde labora con su amigo y jefe José (David Reynoso). Melodrama de gran hechura, con secuencias divertidísimas a partir del ajetreo verbal de Piporro (quien cuenta y canta, lo mismo solo con guitarra que con el trío Los Dandys). Es un drama que puede perfilar tragedia cuando llega la hora de la verdad, es decir, cuando El Mil Faenas debe encarar a un astado temible en la gran plaza. Ahí se caen las historias inventadas, los éxitos soñados en España, los vítores que ha narrado con detalle y gracia en el café; un torero sufre cornada y, aterrado, El Mil Faenas debe sacar valor para entrar al ruedo.
Ya mayor y semi retirado del cine por “conflictos comerciales”, según declaró, Piporro se mantuvo vigente en la televisión, las disqueras y esporádicos filmes, con dos éxitos particulares: El Pocho (1970), de Miguel M. Delgado, que escribió, actuó y dirigió con éxito, así como la hilarante y desquiciada Las cenizas del diputado (1976), que dirigió Roberto Gavaldón.
Piporro solía bromear. Decía que, como debutó con papeles de viejo, la gente pensaba que ya tenía más de cien años. “Apenas tengo 80 y todavía me la parto con cualquiera de 95”, remataba con la sonrisa que parecía una caricatura noble en su rostro. En busca de la suya, hizo personajes urbanos, como en Ruletero a toda marcha (1962), de Rafael Baledón, y El rey del tomate (1963), de Miguel M. Delgado; acutó de mojado que intentaba el sueño del éxito tras la frontera en El bracero del año (1963), de Rafael Baledón, y encarnó valentones que se jugaban todo por pueblo, amada y causa justiciera como en La Valentina (1966), de Rogelio A. González, en la que alterna con María Félix bajo una historia escrita por el actor.
Piporro, El rey del taconazo, murió durante el sueño el lunes primero de septiembre de 2003. Dos días antes de su deceso, fue al concierto de su amigo Óscar Chávez en el Auditorio Nacional; y el día anterior, condujo el homenaje a los compositores del cine mexicano en Palacio de Bellas Artes, entre ellos su amigo Manuel Esperón, uno de los fundamentales de la época de oro del cine nacional y autor de temas y bandas sonoras que acompañaron su carrera. Voló de regreso a Monterrey, y unas horas después, voló del mundo. El mismo año de su muerte, Clío presentó el documental Piporro, una leyenda norteña, que realizó el cineasta Juan Antonio de la Riva, en la que el actor nunca habla del retiro, como si eso anunciara el final. Para su público, sigue de gira, taconeando y actuando. “No me olviden raza”.