En los comicios presidenciales y regionales celebrados en Chile y Venezuela volvió a evidenciarse la diferencia entre lo nacional popular y el nacionalismo conservador: el primero responde a las luchas históricas del pueblo, y el segundo a los prejuicios de la sociedad, mediáticamente inducidos.
Ambos países tuvieron políticos nacionales destacados. V. gr: Salvador Allende, socialista (1970-73), y Rafael Caldera, democristiano (1994-98). Allende fue traicionado por un militar nacionalista ultraconservador (Augusto Pinochet, 1973), y Caldera entregó el poder a un militar nacional y revolucionario que ganó las elecciones presidenciales (Hugo Chávez, 1998).
Con el respaldo de Washington, Pinochet impuso el terrorismo de Estado para ejecutar el modelo neoliberal de la escuela económica de Chicago, patrón que planificó la inclusión y la exclusión con lupa y escuadra, y que a partir de 1990 adoptó formas de “alternancia”, entre políticos que mal o bien se subordinaron a la voluntad del tirano.
Chávez (y más tarde el presidente Nicolás Maduro) impulsó la “revolución bolivariana”. Un modelo de inclusión parejo que desde el arranque, a diferencia del chileno, fue hostigado, saqueado, bloqueado y desacreditado por Washington, Israel, la Unión Europea, Colombia, y los poderes económico/financieros del capitalismo.
El nacionalismo ultraconservador pinochetista y la partidocracia antinacional, coincidieron en manipular los volátiles resortes sicológicos y emocionales que subyacen en toda sociedad enajenada, logrando, con los años, revertir el notable grado de conciencia nacional y memoria histórica que, hasta 1973, caracterizó al pueblo y parte de la sociedad chilena.
En sentido inverso, la revolución bolivariana empezó un proceso de liberación del pueblo y la sociedad, confrontándolos consigo mismo y explicando las causas de la exclusión, clasismo, racismo, individualismo, y el “sálvese quien pueda” de la ideología neoliberal.
Millones de venezolanos que vivieron en un país “petrolizado” donde el whisky importado era más barato que el agua, emprendieron el camino del exilio. Pero muchos millones más, cerraron filas con la revolución bolivariana. Hasta que en noviembre de 2019, todo estalló por los aires. ¿En la “dictadura” venezolana? No: en la “democracia” chilena.
Con una diferencia: el pueblo venezolano confió en su conducción política, y el chileno, sin conducción alguna, se alzó contra la partidocracia antinacional. Combativas, heroicas, conmovedoras, las movilizaciones se mantuvieron en estado deliberativo durante buena parte de 2020. Fenómeno que a la primera dama de la nación, Cecilia Morel de Piñera, suscitó la sensación de que sus actores eran “alienígenas” (sic).
En Venezuela también hubo movilizaciones contra la revolución bolivariana. Aunque lideradas por mercenarios y políticos financiados por la USAID y la CIA, que en una plaza pública de Caracas invistieron como “presidente”, a un monigote que hasta la fecha reconocen Washington, la Unión Europea y la OEA.
Las de Chile, en cambio, fueron espontáneas y masivas, con centenares de víctimas abatidas por francotiradores del Cuerpo de Carabineros, que con precisión eran heridas en un solo ojo. Una de ellas, Fabiola Campillai, sin trayectoria política, se postuló como senadora por Santiago. Ciega, sin olfato y con el rostro deformado, Cecilia consiguió la primera mayoría, con 15.4 por ciento de los sufragios.
Con todo, algo se logró: el acuerdo político para generar una eventual nueva Constitución, en remplazo de la pinochetista de 1980. Que nadie sabe cómo será, luego del triunfo en primera vuelta del nacionalista ultraconservador José Antonio Kast, auténtica exponente de lo más nauseabundo de la sociedad chilena (un millón 961 mil votos, 27.1 por ciento).
Admirador confeso de Pinochet (y enemigo de lo que ni él sabe qué es “comunismo”), Kast fue seguido por el joven Gabriel Boric, “heredero de la indignación popular en las calles” (un millón 814 votos, 25.8 por ciento). Mientras, en Venezuela, el Partido Socialista Unido (PSUV) ganaba 20 de las 23 gubernaturas en disputa, 335 alcaldes, 253 legisladores y 2 mil 471 concejales.
De reunir a todos los chilenos concientes de lo que está en juego, Boric alcanzaría 46.5 por ciento de los votos. Si Kast lograra juntar al ultraconservadurismo nacionalista del otro bloque, sumaría 53.5 por ciento.
A pesar de la crisis económica y las amenazas del imperio, los políticos nacionales de la patria de Bolívar (incluyendo los que no militan en el “socialismo bolivariano”) se multiplican con esperanza. Y en la más estable de O’Higgins, el casi seguro triunfo de Kast en el balotaje del 19 de diciembre, anticipa una desolación tanto o igual de preocupante que el golpe de Pinochet, perpetrado hace casi medio siglo.