Moscú. Ante el alud de especulaciones y filtraciones interesadas, nadie se atreve aquí –en este momento– a dar por segura o a excluir por completo una “inminente” intervención militar de Rusia en Ucrania, mientras unos acusan y otros desmienten para, intercambiados los papeles como si fuera un grotesco círculo vicioso, lanzar contrataques verbales que pretenden endosar la culpa por una eventual guerra que aún no es y tal vez no llegue a ser.
Quienes consideran que no hay ningún motivo racional que apunte hacia un inevitable enfrentamiento armado en la frontera ruso-ucrania, restan veracidad a los supuestos planes del Kremlin de invadir las regiones ucranias colindantes, desde Bielorrusia y Crimea, “a más tardar en enero o febrero próximos” (según revelaron varios medios estadunidenses, en permanente carrera por obtener la primicia, citando “fuentes de inteligencia”).
Dicen que, con una aventura bélica de esa magnitud (se filtró que “hasta cien mil soldados” rusos cruzarían al mismo tiempo la frontera), Rusia perdería más de lo que pudiera ganar, toda vez que el ejército ucranio ya no es el perplejo grupo de uniformados que se vieron sorprendidos en 2014 durante la “brillante operación de los hombrecillos verdes (soldados rusos de élite)” que se desplegaron en la península para asegurar la anexión de Crimea.
Saben que la Organización del Tratado del Atlántico Norte prende las señales de alarma ante cualquier movimiento de tropas y armamento rusos, aunque sea dentro de su territorio, lo cual guste o no tiene derecho a hacer cuando quiera, y no ven mayor “signo de guerra inminente” en ello.
Aunque admiten que tampoco pueden poner las manos en el fuego de que no se trata de una estratagema y el ejército ruso sólo espera la argucia para intervenir, ubican esos movimientos tácticos de tropas y armamento en lo que el presidente Vladimir Putin llamó hace poco la misión de mantener en Occidente “cierta preocupación” que le haga desistir de su intención de seguir avanzando hacia el este.
Quienes, en cambio, creen que no es casual que un influyente ex asesor del Kremlin, encargado de la relación con Ucrania, como Vladislav Surkov, haya publicado hace poco un ensayo que –palabras más, palabras menos– sostiene que Rusia, quiérase o no, tiene en su destino expandirse como gran potencia, aseveran que un sector de la élite gobernante rusa sólo busca un pretexto para hacer realidad lo que, para esos políticos del entorno de Putin, es un sueño.
El secretario del Consejo de Seguridad de Rusia, Nikolai Patruschev, ex director del FSB (sucesor del KGB soviético), en entrevista, abonó ayer el terreno de una “respuesta ineludible” del ejército ruso al pronosticar que el gobierno ucranio, “impulsado por Estados Unidos”, está planeando una solución de fuerza en las regiones rebeldes, que no se supeditan a Kiev.
Para el Kremlin, Ucrania es una de esas “líneas rojas” que Occidente no debe cruzar, y a su juicio lo está haciendo al suministrarle moderno “armamento ofensivo” y, lo que considera puñalada por la espalda, drones de Turquía, país con el cual Rusia busca entendimientos para sacar provecho al gasoducto ya tendido y repartirse en zonas de influencia los mares Negro y Caspio.
Además, los más pesimistas están convencidos de que no hay que excluir una intervención rusa por causas irracionales, no tanto por haberse planeado con antelación, sino como reacción espontánea al estallido accidental de un enfrentamiento armado, cualquier acción ilógica que pueda tomarse por una suerte de chispa que prenda la mecha del polvorín.
En tanto, unos y otros –desde posiciones antagónicas– afirman tener la intención de reanudar la negociación de un arreglo político para el conflicto del sureste de Ucrania, que lleva ya mucho tiempo en lo que parece su triste destino: seguir irresuelto, en la parte más profunda del congelador.