La popularidad a la baja del presidente Joe Biden en la antesala de las elecciones intermedias de 2022 en Estados Unidos parece haber terminado con la esperanza de miles de personas que veían el fin de la administración de Donald Trump como una oportunidad para aprobar una reforma migratoria comprensiva y profunda.
Como si se tratase de una redición de lo ocurrido durante el mandato de George W. Bush, quien en 2007 vio fracasar su iniciativa sobre el tema en medio de un contexto dominado por las secuelas de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y la guerra de Irak; el actual líder de Estados Unidos se ha visto obligado a ajustar su agenda por la alta inflación, resultados electorales adversos y la necesidad de asegurar los votos necesarios para su plan de infraestructura.
Lamentablemente las promesas de campaña en materia migratoria se han estancado en el Congreso de ese país y se relegó a un asunto de segundo o tercer orden. Aunque presentes en el discurso, tal como quedó en la reciente reunión trilateral, en los hechos no comparten la urgencia del plan de infraestructura o de acción contra la pandemia de Covid-19.
Biden ha intentado rescatar el espíritu de su política migratoria al introducir disposiciones de “impacto social”, entre las cuales hay diversas medidas para regular a los migrantes como parte de su “ley de reconciliación”. La estrategia parlamentaria, que busca recuperar algo de lo perdido, ha encontrado un obstáculo tanto en quienes esperan un paquete más ambicioso como en congresistas republicanos y demócratas moderados que responden a dinámicas locales y se resisten a morder el anzuelo parlamentario.
Resulta difícil pensar en un escenario en el cual Biden arriesgue su plan de gobierno y con eso las elecciones de 2022 en aras de empujar disposiciones en materia migratoria, que quizá para él mismo son poco satisfactorias. En todo caso parecería que se trata de una estrategia “para salvar algo” de la propuesta original o, en el peor de los casos, mitigar el daño electoral que pudiera resultar de la imposibilidad de cumplir con su propuesta inicial.
La dificultad para alcanzar acuerdos que resulten en una reforma de amplio espectro ha sido una constante en la política estadunidense en las últimas décadas. La necesidad de hacerla y así garantizar un trato humano a millones de migrantes que impulsan a la economía de ese país como una de las más competitivas del mundo es más apremiante que nunca.
El impacto inicial de la pandemia en la participación del mercado laboral ha comenzado a normalizarse; sin embargo, como han señalado instituciones estilo JP Morgan, permanece moderada debido a la combinación de factores demográficos: el coronavirus parece haber acelerado los planes de retiro de la generación de 1946-1964 ( baby boomers) y la disminución en la oferta de mano de obra por la disminución constante de migrantes en edad de trabajar.
De acuerdo con la firma PEW Research, (agosto de 2020) en 2018 había 44.8 millones de migrantes que viven en Estados Unidos, o sea 13.7 por ciento de la población del país. “La población de inmigrantes no autorizados creció rápidamente entre 1990 y 2007, alcanzando un pico de 12.2 millones”. Desde entonces, la población se redujo para alcanzar 10.5 millones en 2017.
Agrega que “los inmigrantes no autorizados de México representan menos de la mitad de todos los no autorizados y han sido un motor de la disminución de la población del grupo: el número de inmigrantes no autorizados de México cayó de un máximo de 6.9 millones en 2007 a 4.9 millones en 2017. A partir de 2010, más inmigrantes asiáticos que hispanos han llegado anualmente a Estados Unidos”.
La tendencia de los últimos años parece cambiar; la prueba es que en agosto varios medios de comunicación informaron que la Patrulla Fronteriza reportó 200 mil encuentros con migrantes en julio, la cifra mensual más alta en más de dos décadas.
Las restricciones a la migración imperantes en la administración Trump y los cierres fronterizos temporales parecen haber sido exitosos en reducir el flujo a corto plazo. Sin embargo, la lógica político-electoral de la que se nutrió el tema migratorio en ese gobierno nada puede hacer frente a la demanda laboral de la economía más poderosa del mundo. Dinámica que, por cierto, fue señalada atinadamente por el gobierno mexicano durante la reunión trilateral.
La recuperación económica de Norteamérica no sólo depende de normalizar cadenas logísticas y de valor para diversas industrias, sino de lograr una reforma migratoria comprensiva que permita aliviar las presiones inflacionarias generadas por un sobrecalentamiento del mercado laboral. La necesidad de crear un esquema que no sólo regularice a “migrantes ilegales”, sino que asegure un flujo seguro y regular es vital para que la inflación no se convierta en un problema estructural en la región y así lo suframos todos en las economías del área. Ojalá los congresistas de Estados Unidos así lo comprendan.