El miércoles 17de noviembre la Escuela Nacional de Estudios Superiores de la UNAM-León organizó, como lo ha hecho desde hace varios años, un debate muy fructífero para repensar los retos a los que se enfrenta el mundo. Centrales sin duda en este esfuerzo, lo son repensar el desarrollo y lanzar la imaginación para la construcción de una globalización socialmente responsable, como la llamaron los organizadores de este “Congreso Multilateral”. En ésta y la siguiente entrega comparto con los lectores de La Jornada unas de mis notas sobre los temas tratados en nuestra discusión.
La emergencia sanitaria de 2020 nos colocó frente a un fenómeno sin precedentes, cuyas afectaciones han desnudado las vulnerabilidades sociales y, centralmente, las fragilidades varias de los sistemas públicos de salud y seguridad social. Imposible separar este panorama desolador de los impactos que sobre lo social han tenido años de globalismo desbocado.
En y desde este escenario, ahondado por una drástica caída en la actividad económica y el empleo a todo lo largo del aciago 2020, y frente a una recuperación todavía muy azarosa, es que debemos preguntarnos por las perspectivas de un desarrollo capaz de adaptarse a las nuevas dimensiones de una globalización que hoy vive una crisis abierta.
En particular, a comunidades epistémicas como esta ENES-León de la UNAM, les corresponde imaginar políticas y estrategias renovadoras de cara no sólo a una creciente desigualdad, reconocida como la cuestión decisiva de nuestro tiempo, en palabras del entonces presidente Barack Obama, sino a una emergencia climática calificada como una inminente amenaza existencial para el planeta y las especies, como se ha señalado recientemente en la reunión de Glasgow.
Breve apunte de la saga mexicana
Nuestra saga en pos de una hiperglobalización que pudiera desplegarse como crecimiento económico alto y sostenido, capaz de ofrecer empleos suficientes y bien pagados, se ha estrellado ante la evidencia cotidiana: una desigualdad económico-social extensa y profunda y una pobreza cuyo abatimiento significativo parece de nuevo alejarse.
A más de tres décadas de que desde el Estado se iniciara un cambio estructural radical, con el objetivo de ser parte de un proceso de integración global, concebido como camino único al final de l a guerra fría, ahora debemos admitir que varias de sus promesas clave no se han cumplido: ni la economía regresó a la senda de crecimiento alto y sostenido –del que las crisis financieras y sus ajustes nos alejaron desde la década de lo 80– ni se normalizó el mercado de trabajo; más bien, su bifurcación se volvió costumbre hasta convertir a la informalidad laboral en un parámetro inamovible.
En lugar de superar nuestros proverbiales obstáculos y dilemas para (re)construir acuerdos en lo fundamental para un nuevo curso de desarrollo, se nos ha impuesto una especie de inercia cultural de la que se alimentan un presente continuo y una resignación compartida ante los males que nos asedian: una heterogeneidad estructural profunda; desigualdades agudas que, desde la economía y la estructura social se retroalimentan; cuasi estancamiento económico; un Estado paradójico: intensamente activo en el tiovivo plural de la política, pero ausente o militantemente inhibido en el frente de la cuestión social y en el de conducción y promoción económica nacional. Fiscalmente pobre y, junto con el grueso de la población, sometido a una penuria permanente.
En fin, a 40 años de que se anunciara el cambio globalizador, México es una comunidad desigual, precarizada y dividida que ahora se ha topado, como el resto del mundo, con una emergencia sanitaria convertida en pandemia que de manera veloz contagió al débil cuerpo económico y social.
Tejer ideas en torno a la construcción de una globalización socialmente responsable y la superación progresiva de los muchos retos del desarrollo, convoca a tener presente, como lo exponía con claridad el pensador y economista carioca Celso Furtado, que el desarrollo no es “algo” espontáneo. Es un proceso que exige afianzar las identidades culturales para sumar la energía social que hace posible dinamizar la creatividad.
Se trata, no sobra insistir en ello, de un fenómeno histórico y sustancialmente político. Tenemos que hablar de enfoques y políticas, visiones y ambiciones, que a lo largo de los últimos dos siglos han buscado combinar el ejercicio de una racionalidad económica, determinada por múltiples historias específicas, con la acción colectiva, la política y la acción del Estado en torno a propósitos expresos de reivindicación social mayoritaria. Hablamos entonces de política, pero también de ética.