No nos llamemos a engaño. España se ubica geográficamente en Europa, eso sí en su periferia. Durante la tiranía de Francisco Franco la península ibérica se definía como una excentricidad en medio de un continente cuyo pasado cultural y político se enraizaba en el nacimiento de la civilización judeocristiana. De forma caricaturesca, la expresión popular: África comienza en los pirineos, retrataba a España como un país de reyezuelos, dictadores y caciques. Para los gachupines era sangrante y doliente. España había sido un imperio no una colonia. Este trato de sus vecinos del norte era hiriente. Su respuesta fue un comportamiento altanero, propio de una personalidad atormentada que no logra estar en paz con su historia. Se enrocó en un discurso ampuloso donde reivindicó su grandeza. Desde don Pelayo, con quien se inicia la reconquista, pasando por los reyes católicos, forjadores del Estado moderno, siguiendo con la saga de los Habsburgo, hasta llegar a los Borbones, se construyó un mito: España una, España grande, España libre. La leyenda rosa apaciguó los espíritus torturados por el genocidio y el etnocidio ininterrumpido durante los tres siglos de control colonial. Fernando VII torturó, descuartizó, empalizó y siguió esclavizando a los pueblos originarios. No era el siglo XVI, era el siglo XIX.
El arma de la mediocridad y el poco talento se hizo fuerte entre los historiadores franquistas, tocados por la gracia del caudillo y su militancia falangista. Ellos fueron las voces oficiales de la leyenda rosa. Mario Hernández Sánchez-Barba o Manuel Ballesteros Gaibrois la esculpieron hasta darle la forma que se enquista en la mente de Aznar, Casado, Abascal, etcétera. Así se han educado generaciones. Cortés, Pizarro, Valdivia, amén de virreyes, se trasformaron en prohombres, libertadores, semidioses. Así la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, no tiene empacho al decir que España llevó desde su origen “al continente americano, la universidad, la civilización, Occidente y los valores que siguen sustentando democracias liberales prósperas” y con ello la libertad. De paso, acusó a quienes desacreditan el legado de España, “tildándolos de indigenistas, la nueva cara del comunismo en América Latina”. Conquistadores todos, sus descubrimientos, conquistas y batallas han sido consideradas auténticas epopeyas, sólo comparables con las emprendidas por Julio César o Carlo Magno. No resulta extraño que el portavoz de Vox en el Congreso, Iván Espinosa de los Monteros, educado en esa tradición, declare que España “nunca tuvo colonias, sino territorios”.
Quienes se han opuesto a esta visión, desde todos los ámbitos del conocimiento, han sido y son vapuleados, tildados de antiespañoles, antipatriotas, renegados y comunistas. En la continuación de la Inquisición. José María Aznar es el prototipo de acomplejado cuya vida se reduce a seguir la voz del amo. Un hombre sin honor ni dignidad. Mentiroso compulsivo. Mintió cuando llevó a España a la guerra e invoco la existencia de armas de destrucción masiva, mintió en los atentados de Atocha, señalando a ETA como responsable, mintió cuando negó los sobresueldos y el financiamiento ilegal de su partido, mintió al decir que en su gobierno no hubo corrupción, mintió, en definitiva, durante todo su gobierno, y miente ahora al contar una historia de España que sólo existe en su mente, y en la de quienes siguen la leyenda rosa del franquismo.
Fue un siquiatra, cuyo texto se convirtió en un referente de la lucha de liberación en África y un referente obligado en las concepciones descolonizadoras quien mejor describe la mentalidad de los colonizadores: Frantz Fanon, cuya temprana muerte a los 36 años nos privó de un pensamiento liberador de grandes dimensiones. Pero su libro Los condenados de la tierra, con prólogo de Jean Paul Sartre, publicado poco antes de su muerte, en 1961, dejó claro cuál es el propósito que anida en la mente del colonizador cuando relata su historia:
“El colono hace la historia y sabe que la hace. Y como se refiere constantemente a la historia de la metrópoli, indica claramente que está aquí como prolongación de esa urbe. La historia que escribe no es la historia del país al que despoja, sino la historia de su nación en tanto que ésta piratea, viola y hambrea. La inmovilidad a que está condenado el colonizado no puede ser impugnada sino cuando el colonizado decide poner término a la historia de la colonización, a la del pillaje, para hacer existir la historia del país, la historia de la descolonización”.
No pidamos a España, esta España, la que clausuró el periodo más democrático de su historia, la II República, que asesinó a sus poetas, llevó al exilio a sus mejores hombres y mujeres bajo el eslogan de “muera la inteligencia”, sea capaz de verse en el espejo, asumir su historia y dejar de mentirse. Los hechos no se pueden cambiar, pero si verlos a la luz de una nueva realidad. Y, por favor, que la historiografía oficial española no se refugie en el tópico de no aplicar valores de hoy a un pasado de tres siglos. De ser así, ni critica al patriarcado, el machismo, el racismo o la lucha contra la esclavitud.