En el contexto de las conmemoraciones por el aniversario de la Revolución Mexicana, el presidente Andrés Manuel López Obrador pronunció un extenso discurso en el cual dio cuenta de su visión de la historia nacional y resaltó el papel del pueblo en las grandes gestas que forjaron el México actual. El mandatario articuló su alocución a partir de los tres procesos transformadores de nuestro pasado: la Independencia, la Reforma y la propia Revolución, haciendo hincapié de que sólo este último, con todas sus imperfecciones, logró integrar las necesidades y los reclamos de las mayorías a la estructura jurídico-institucional del país.
Más allá de las divergencias o coincidencias que cada ciudadano pueda tener con la interpretación histórica del Presidente, lo cierto es que su decisión de emprender un análisis de estos hitos y de ponderar su impronta en el México contemporáneo supone un parteaguas en el tratamiento que los titulares del Ejecutivo dan a las efemérides más señaladas de nuestro calendario. Tanto por su fondo como por su forma, el discurso de ayer marcó un agudo contraste con la progresiva degeneración del desfile que tiene lugar cada 20 de noviembre, el cual fue reducido a un mero trámite o a un espectáculo hueco por los gobernantes del ciclo neoliberal.
En efecto, por su distancia ideológica de los programas revolucionarios, los mandatarios neoliberales se mostraron siempre incómodos ante una fecha que recuerda la lucha del pueblo mexicano en pos de todo lo que el pensamiento dominante en el quehacer gubernamental de las pasadas cuatro décadas tiene por más abominable: no podían reivindicar la justicia social quienes se empeñaron en aniquilar los derechos laborales; no podían reivindicar la soberanía quienes entregaron el país a intereses extranjeros; no podían reivindicar el verdadero sentido de nuestra Carta Magna quienes se coludieron para borrar del texto constitucional cada línea en la cual se plasmaban las conquistas populares de 1917.
Tampoco podían, salvo monumental hipocresía, reconocer el papel de los de abajo en la historia nacional quienes hicieron del ejercicio del poder público un coto cerrado en manos de una tecnocracia absolutamente ajena a la situación de las mayorías. Por ello, cobra relevancia que ayer, al lado de la figura de Francisco I. Madero, se destacara “el sacrificio de los mexicanos que participaron en esa gesta”, pues el nuevo orden social emanado de la Revolución no fue una graciosa concesión de las élites, sino el resultado de la lucha popular. Es también saludable para la democracia y el debate público recordar que el movimiento revolucionario no fue el estéril derramamiento de sangre que hasta hoy pretende la derecha, sino el proceso gracias al cual se alcanzaron los derechos sociales, la reforma agraria y la efectiva propiedad de la nación sobre sus recursos naturales.
Para López Obrador, es el apoyo del pueblo lo que sostiene a su gobierno y lo que permite a esta administración sustraerse a la suerte de sus antecesoras, a las que calificó de “títeres de los que se habían acostumbrado a robar y a detentar el poder económico y político”. En suma, es el pueblo y no algún líder quien hace posible que hoy México no sea “de una minoría, sino de todos los mexicanos”.