“Así es la vida”, me dijiste estoico y sereno cuando me viste derrotado por la partida de nuestro amado Chugo. Me diste un beso enorme y uno de tus abrazos que reconfortaban al corazón. Yo no te escribo bajo la mirada de tus múltiples formas: maestro, periodista, etcétera. Te escribo bajo el papel nuclear que jugaste conmigo: mi bisabuelo, mi Tata.
Siempre he lamentado no tener una buena memoria; sin embargo, de los recuerdos más bellos que tengo de mi infancia son a tu lado. Me llegan las peregrinaciones largas hacia Los Conejos de Xochimilco que organizabas con tu “Tribu”. Decenas de personas afincadas en torno tuyo para compartir el pan, la sal y el agua, bajo la excusa más bella de todas: celebrar la vida. Nuestros desayunos en las carnitas de don Rafa donde toda la chamacada esperaba el fin de la comida para que dijeras aquella pregunta ansiada: “¿Quién quiere un helado?” Ya más joven, me llegan las pocas veces que fui contigo a la Plaza de Toros para que me explicaras las lógicas de aquel ritual. Nuestros mariscos de La Portales, tu barrio, donde compartíamos una mojarra repleta de ajos –los cuales nos los peleábamos– y un par de cervezas. Como niño asombrado, yo era el reportero y tú el entrevistado, y me encantaba pasar horas a tu lado para escuchar tus historias en el Excélsior de Scherer, la fundación de Proceso –y tu pregón hacia Julio: “¡que ya paguen!”–, tus múltiples viajes al extranjero, las clases en la Prepa 6 y tu Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, las noches en el Bar León y el Salón Los Ángeles. Se nos iba la tarde hasta que me decías: “Bueno, ¡eh!, ya vete porque me voy a dormir”.
El primer libro que me regalaste cuando entré a estudiar sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana fue un manual de marxismo contemporáneo, pues insististe que era necesario para mi formación. Lo guardo como mi mayor tesoro. Me instruías siempre sobre mi formación académica: sobre lógica, filosofía, teoría cultural. Sin embargo, las mejores lecciones son aquellas que tenían que ver con apreciar y vivir la vida: la música –¡nuestra música!–, la rumba, el jazz, el blues; el futbol y nuestros adorados Pumas de la UNAM; el americano y tu fervor a los Acereros de Pittsburg; sobre poesía –conservo la antología del poema hispanoamericano que me regalaste una tarde en tu casa–; sobre sicología y tu afición a Lacan; la fe y, sobre todo, tu marxismo guadalupano; sobre la ayuda al prójimo; combatir al capitalismo y al imperio yanqui. Cuando cumplí 18 me miraste serio y como sentencia mortal exclamaste: “Bueno, ni el PRI ni el PAN”.
Llegada la juventud, mis visitas a tu casa fueron más recurrentes. Los miércoles no, porque nadie te debía interrumpir, pues escribías tu columna para el Reforma. Después fueron los sábados, porque escribías para Milenio. A propósito, nunca se me olvida aquel gesto de confianza y amor que me demostraste: sentados los dos en compañía de Agus (amigo tuyo que pronto adopté como tío) en el funeral de Chugo, te preguntaron: “¿Ahora con quién vas a escribir?” Sin titubear, contestaste: “Con él”, señalándome con la cabeza. A partir de ahí navegamos un año, todos los sábados, para escribir tu columna dominical en el que fuera tu último diario. Así el ritual: llegaba a las 11 de la mañana con mi computadora en la mochila, almorzábamos algo y me decías que no podíamos escribir hasta que yo estuviera al tanto de lo que ocurría en el mundo. Veíamos la televisión y revisábamos los periódicos para rastrear la noticia del día, me decías: “Entonces, ¿cuál es la nota?” Cuando le atinaba no perdíamos tiempo para subir al estudio armados con un par de vasos de refresco de cola y unos cigarrillos. Así, te aventabas un monólogo al cual debía poner toda mi atención porque, si te interrumpía, se perdía el orden de las ideas. Bajábamos a la sala, lo imprimía y lo revisabas con mucho cuidado. Si acaso cometía un problema sintáctico llegaba la regañada del día, si cometía un error de ortografía, directo al tumbaburros. Terminábamos, cogías tu cartera y nos íbamos a comer al tianguis de la esquina unos tacos, tú de moronga y yo de longaniza. Regresábamos a casa, recogía la computadora y decías: “Bien hecho, camarada, nos vemos en la semana. Te pones a leer. Te amo”.
El mayor o quizás único motivo por el cual decidí aprender francés fue para hablar contigo. Así, cada vez que podía trataba de charlar contigo en lengua francófona. Las últimas palabras que te dije en vida fueron: “Au revoir, Tata. Je t’aime”.
En la adolescencia me entró la curiosidad sobre cómo se hacía radio, así que pasamos un gran tiempo juntos en tus programas de Radio Educación: Mi otro yo y ¡Que no te grillen! Cuando Chugo partió, nuestro vínculo se hizo más estrecho, pues ahora era yo quien te ayudaba en ocasiones en los programas. Ahí conocí a grandes amigos tuyos, sobre todo a Jorge Meléndez, ¡qué linda persona! Amaba ir contigo a la radio: llegábamos, prendías un cigarro, le dabas tres chupadas, lo tirabas y te metías a la cabina. En el transcurso ya habías comprado mil dulces para el equipo: cacahuates, pistaches, pepitas, chocolates, macarrones –¡nuestros deliciosos macarrones!–. No podías empezar si no tenías tu Coca de lata a un lado.
El mayor tesoro que me has dejado es la música. Desde muy chico, gracias a mi hermanito Mario, nos dejaste tocar unas cuantas piezas en tu cumpleaños. Aunque no lo hiciéramos de manera profesional, te parabas en frente de nosotros a escuchar con atención. Ver tu cara de alegría era el mejor pago que tuve como músico. En tu cumpleaños 80 la reventamos; junto a Fer, tu hijo, y Mario, armé un conjunto al que bautizaste Rumbatitlán. Rumbeamos con una selección de tus canciones favoritas. Verte bailar con nuestra versión de El faisán es de los recuerdos más hermosos que me llevaré a la tumba el día que me toque.
Soy un privilegiado, ¿quién puede convivir de esa manera con su bisabuelo? Te estaré eternamente agradecido, me duele muchísimo tu partida y más ahora que se acerca tu cumpleaños, no tienes idea. Todo me recuerda a ti. En alguna ocasión me dijiste serio: “Nunca tengas miedo de expresar el amor a las personas”. Desde entonces, cuando me despido de un ser querido, le digo: “Nos vemos, te amo”. Tu legado es inmenso y sabremos valorarlo y atenderlo. En serio estoy triste por tu partida, pero, como bien me enseñaste en la fe, llegará el día en que estemos otra vez juntos, rumbeando, gozando, amándonos, en los cielos, el paraíso, la otra vida que como la muerte no es. Extrañaré echar ron contigo –¡nuestro Flor de Caña!–, el cigarro, las anécdotas, tus besos.
Nos vemos luego, Tata.
Para quien lee esto sólo me queda expresarle una de las frases más bellas de mi bisabuelo: “Logren buenas razones y muchos amores”. ¡La rumba es cultura!