Ciudad de México. Sin servicios urbanos, con luminarias colocadas en las ramas de los árboles y sin más calles que las brechas que se forman con en el caminar cotidiano entre las milpas que apenas sobreviven a las bajas temperaturas de la zona, un grupo de 30 familias habita el paraje Huinixco, ubicado a cinco kilómetros del casco urbano del pueblo San Miguel Topilejo, en la alcaldía Tlalpan.
Son tierras agrícolas consideradas como suelo de conservación y los pobladores lo tienen claro, pero no tuvieron otra opción para vivir. “La necesidad nos trajo aquí, irte al centro de la ciudad es imposible: pagas renta o comes, ni hablar de comprar una casa”, afirmó María Luisa Hernández, quien se dedica a la cría de borregos y al cultivo de nopales.
De acuerdo con el Instituto de la Planeación Democrática y Prospectiva de la Ciudad de México, en las pasadas dos décadas 400 mil familias fueron expulsadas a la periferia, de las cuales 100 mil llegaron a algunas de las siete alcaldías que poseen suelo de conservación, en donde se tiene un registro de 919 asentamientos irregulares.
En el caso de San Miguel Topilejo la gente comenzó a llegar a las tierras altas desde los sismos de 1985. “Se juntó la necesidad de una vivienda y un campo empobrecido. Desde entonces, muchos comenzaron a vender sus terrenos y las familias llegaron a quedarse hasta en tiendas de campaña”, relató Efrén Ávila, uno de los pobladores.
El crecimiento ha sido tal que, en la actualidad, es más grande la superficie invadida por la mancha urbana –cerca de 750 hectáreas que antes se usaban para actividades agrícolas– que el casco del pueblo, con 145. “Hace 40 años era una cuarta parte de lo que es hoy”.
A las afueras del pueblo está la casa de María Luisa, quien explicó que su esposo es del centro de Topilejo, pero conforme creció la familia decidieron comprar un terreno en donde el acceso a los servicios básicos como el suministro de agua está al vaivén de los tiempos políticos. “Nos surtíamos con pipas de la alcaldía, pero llegó la nueva administración y dicen que no hay dinero”.
Allí también llegó Esperanza Meléndez con su parentela, quien señala que han aprendido a sobrevivir y cubrir sus necesidades por sus propios medios. “Hay luz por un convenio que firmamos con la Comisión Federal de Electricidad, tenemos un medidor comunitario y pagamos el servicio como todos”, y señaló que cuando se requiere, entre todos se cooperan, como ocurrió con la compra de ocho luminarias que alumbran el caserío.
Desde hace tres años las autoridades capitalinas han comenzado a dar apoyos económicos a los comuneros para que se impulsen proyectos agrícolas y de conservación del suelo en lugar de vender sus tierras, en una batalla que no parece tener fin, como lo indican los letreros en los que se ofrecen predios con todas las facilidades.
El costo de cada uno va de los 600 pesos a 11 mil por metro cuadrado y depende de la cercanía con la carretera federal a Cuernavaca o si está cerca la ruta de camiones RTP que se aventuran por los estrechos caminos terrosos. Hay tramos en los que los propios pobladores se turnan para dirigir el tráfico, detener los vehículos y ceder el paso de las unidades del único transporte público que llega hasta esta zona.
En el paraje conocido como El Llano, en los límites de Topilejo y Santo Tomás Ajusco, Alma adquirió su terreno con pagos mensuales, de mil 100 pesos el metro cuadrado, al igual que otras 39 familias, que habían comenzado a construir sus viviendas, las cuales el pasado mes de abril fueron desmanteladas con el uso de la fuerza pública.
El predio está a unos pasos del asentamiento conocido como Jardín de San Juan, uno de los 21 que enlistados para ser regularizados y a un costado del paraje La Venta, donde fueron reubicadas las familias afectadas en la década de los 70 con la construcción del Colegio Militar.
“Todos los demás son tolerados, aquí vinieron a desalojarnos y hasta los árboles derribaron, como si fuéramos una isla y sólo aquí estuviera el pulmón verde de la ciudad”, dijo Arturo Ovalle, representante legal de los colonos.
Lo mismo ocurre a un par de kilómetros, con fincas y ranchos hípicos que se despliegan a la altura del camino real Oyameyo, donde las residencias con extensos jardines son protegidas con bardas de 10 metros de largo, para la seguridad de las familias que acuden a descansar los fines de semana.