Hace unos años, cuando le preguntaron al historiador del arte, TJ Clark, cuál era la primera pintura abstracta, respondió que era La muerte de Marat de Jacques Louis David (1793). La parte del cuadro hacia donde se dirige la mirada es un vacío, una carencia, “la nada como representación de la acción”, dijo. La otra parte es la escena de un crimen en la que un jacobino, Jean Paul Marat, ha sido apuñalado en una tina curativa de agua y vinagre por alguien que no aparece en la escena a pesar de que no trató de huir, La Girondina, Madame Charlotte Corday. David pintó la pared vacía a pesar de que el cuarto donde vivía su amigo y correligionario en la Asamblea Nacional usaba hojas de su periódico como papel tapiz. En la nada de esa pared se ha leído una metáfora de la ausencia de Dios y, también, como lo hizo Eric Santner, de la imposibilidad de representar la soberanía popular. Sin duda, entre esa pared y los cuadros con capas de pintura de Mark Rothko no parece existir el siglo y medio de distancia. El acto de pintar representado por un vacío acabó por simbolizar a la revolución misma, como un lugar donde se encuentran la contingencia política y el riesgo permanente del desencanto. La política, en su recurrente invocación de palabras que exceden su significado y toda acción posible –pueblo, democracia, transformación– genera ese hueco en torno al cual construimos prácticas, diferencias, conflictos, “sueños de día”; esperanzas y desilusiones.
Sin mayor pretexto que la fecha de hoy –20 de noviembre– traigo aquí el libro que Enzo Traverso escribió, durante su encierro por el Covid, sobre la idea de revolución. En él, aparece la Revolución mexicana a la par de la francesa y la rusa con esa misma ansiedad por llenar el vacío de sus propios contornos populares. Los mexicanos aparecen como expertos en el uso de los trenes como casas ambulantes. Traverso hace un relectura de los ferrocarriles porfiristas empleados como armas revolucionarias para mover tropas, estrellarlos contra fortalezas o llevar comida y heridos. Pero más notable es la transgresión que significa mezclarse dentro de ellos –sin respetar las divisiones de clase–, comer en sus pisos o dormir en sus techos. Si la revolución significa algo, además de ruptura de coordenadas, es la creación de esos espacios efímeros llenos de gente donde se prefigura una igualdad, libertad y fraternidades que muy probablemente no puedan instituirse en formas de gobierno. Al igual que las barricadas de París o el circo abandonado que Trotsky usaba para, según él mismo, servir de “ventrílocuo” de las asambleas bolcheviques, la gente haciendo política tiene esa doble cualidad de ser multitud indignada y de no poder ser representada más que por la pared vacía. La llenamos con la palabra “soberanía” que existe sólo en el momento de ser entregada a un representante popular, pero que antes se materializa en un acontecimiento político. Hay la tentación de hacerla un emblema. Traverso nos habla de la mujer con los pechos al aire y una bandera francesa deshilachada de Eugene Delacroix; del obrero indestructible, de voluntad de acero, del constructivismo ruso, y de los murales de Diego Rivera. Todos tratan de hacer corpórea la acción, el evento político, pero fracasan. De la intención de Rivera en la restitución del mural destruido por Rockefeller por retratar a Lenin, Traverso escribe: “es una vigorosa súplica para que haya una revolución socialista”. Por todos lados surgen cuerpos que representen a la gente, al pueblo, a los ciudadanos, pero sus fervores, debilidades y fortalezas se desvanecen en cuanto se disuelven las asambleas, se desocupan las barricadas, los trenes se abandonan. Hay algo indecible de esas electricidades de lo colectivo, su euforia desesperada, que una bandera roja jacobina, un himno o un corrido sólo pueden ser indicios.
Como todas las revoluciones, la mexicana tuvo una pérdida entre su irrupción y su instauración. El momento en que más se acercaron ambos relojes fue, sin duda, el cardenismo con su cauda de reparto agrario, educación popular, y defensa de la soberanía nacional. Al contrario del vacío multitudinario que es la soberanía del pueblo, sus edificios señalan su derrota: el Arco del Triunfo de Napoleón, el mausoleo de Lenin y el Monumento a la Revolución planteado por Obregón, señalan la disolución de esa fuerza de intenciones que, en algún momento, destruyó lo que se pensaba como el orden natural de las cosas. Entonces se dice que la revolución fue traicionada o quedó inconclusa, pero lo tangible es que son acontecimientos políticos que mueven las ondas acuáticas del orden pero cuya forma final jamás se ha podido preveer.
Lo nuevo surge de girar el pasado. Marx escribió que los revolucionarios franceses de 1789 habían realizado lo imposible, el quiebre de cadenas milenarias, “disfrazados de romanos”. La genealogía del concepto de revolución siempre fue una regeneración. Su origen viene de los astrónomos y significa “rotación”, es decir, el restablecimiento de la estabilidad después de una turbulencia, pero marcada por ella. Así, nos dice Traverso: “la gloriosa revolución de 1688 en Inglaterra es el regreso de la monarquía después de la irrupción del constitucionalismo”. Lo mismo puede decirse del bolchevismo y el zarismo o el porfirismo y el PRI. Todas las revoluciones fueron calificadas, al mismo tiempo, de regreso a la “barbarie” y de “futuro”. En ellas vive esa contradicción. En todas hubo la escena de un crimen, con Marat apuñalado, y el cielo tormentoso de una pared vacía y saturada de posibilidad. La víctima y la poderosa súplica de que no muriera en vano.