Por primera vez, el grueso de los deudores no está en África o en América Latina, sino en el norte. Me refiero a la deuda climática, por supuesto, en un momento en que las catástrofes naturales se multiplican y la lucha contra el cambio climático se ha convertido en una cuestión existencial. Los países industrializados han utilizado el espacio atmosférico disponible para desarrollarse y enriquecerse con la explotación de los combustibles fósiles. Deberían haber aprovechado la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) que se celebró en Glasgow para reconocer y honrar esta deuda climática con los países en desarrollo. No lo hicieron.
Con 6 por ciento de las emisiones mundiales, América Latina ha contribuido muy poco al calentamiento global. Sin embargo, la región ya está sufriendo sus consecuencias. Las peores sequías en 50 años en el sur de la Amazonia y el récord de huracanes e inundaciones en Centroamérica durante 2020 son la nueva normalidad que espera a los latinoamericanos.
Esta injusticia no es sólo una herencia del pasado. Incluso hoy, los países ricos siguen siendo los campeones de las emisiones de gases de efecto invernadero. En Estados Unidos, cada persona emite una media de 20 toneladas de dióxido de carbono al año, frente a las 10 toneladas de un europeo. En China, una persona emite un promedio de ocho toneladas, frente a 4.8 toneladas en América Latina.
Cumplir con su deuda climática significa que los países del norte deben ayudar a las naciones en desarrollo a adaptarse a las catástrofes ambientales y darles los medios para emprender su transición energética hacia fuentes menos contaminantes. Este esfuerzo asciende a cientos de miles de millones de dólares.
Estos fondos existen, como acaba de recordar la publicación de los Papeles de Pandora, y hay que buscarlos donde están: en las cuentas ocultas en paraísos fiscales de multinacionales y multimillonarios que durante décadas no han pagado su parte justa de impuestos. Sobre todo, porque, en el mundo, los mayores contaminantes son también los más ricos. El Laboratorio de Desigualdad Global acaba de demostrar que el 1 por ciento de las personas más ricas del mundo produce 17 por ciento de las emisiones de carbono, mientras la mitad más pobre de la humanidad (3 mil 800 millones de personas) es responsable de 12 por ciento de estas emisiones.
En este contexto, resulta exasperante que el mundo acabe de privarse de preciosos recursos financieros al adoptar un acuerdo global a precio de saldo sobre la fiscalidad de las multinacionales. Impuesta por los capitales del norte, tras unas negociaciones que no tuvieron en cuenta las exigencias de los países en desarrollo, esta reforma ha dado lugar a un modesto tipo impositivo mínimo global de 15 por ciento. ¿El objetivo? Acabar con la devastadora competencia entre estados en materia de impuestos de sociedades, con la ilusión de atraer más inversiones. Los gravámenes impositivos nominales mundiales sobre los beneficios de las empresas han caído desde una media de 40 por ciento en los años 80 hasta 23 por ciento en 2018. Si el descenso continúa al mismo ritmo, el impuesto de sociedades podría llegar a cero en 2052.
Para frenar esta caída, Estados Unidos propuso un impuesto mínimo global de 21 por ciento, que habría generado más de 250 mil millones de dólares de ingresos fiscales adicionales en todo el mundo. La Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional, de la que soy miembro junto con economistas como Thomas Piketty, Gabriel Zucman y Jayati Ghosh, abogó por un tipo impositivo de 25 por ciento, que recuperaría la mayor parte de los 240 mil millones de dólares que se pierden cada año por lo que se llama modestamente optimización fiscal. Sin embargo, ha prevalecido la falta de ambición finalmente, con un gravamen mínimo global de 15 por ciento, que apenas supera el aplicado por paraísos fiscales como Irlanda, y que no se espera que genere más de 150 mil millones de dólares de recursos adicionales.
Con 15 por ciento, el riesgo es que un impuesto mínimo global tan bajo se convierta en la norma mundial, y que una reforma que pretendía obligar a las multinacionales a pagar su parte justa de obligaciones fiscales al empujar a los países con niveles impositivos más altos –como los latinoamericanos– a bajarlos para equipararse al resto del mundo. Además, los países firmantes del acuerdo se comprometen a no introducir impuestos a las multinacionales digitales, privándose de preciosos recursos fiscales.
En medio de una pandemia mundial, y después de ver cómo los países ricos monopolizan y acaparan las vacunas, este acuerdo plantea dudas sobre si los países ricos cumplirán por sí solos con su deuda climática. América Latina debe hacer oír su voz aliándose con otros países en desarrollo y exigiendo una nueva ronda de negociaciones sobre la fiscalidad de las multinacionales que tenga en cuenta las necesidades del sur. Es indiscutible: el cambio climático no puede detenerse sin abordar las desigualdades que existen no sólo entre los países, sino también dentro.
*Léonce Ndikumana es profesor de Economía y director del Programa de Política de Desarrollo de África en el Instituto de Investigación de Economía Política (PERI) de la Universidad de Massachusetts Amherst.