La COP26 hizo lo previsible: nada que celebrar. El mar puede esperar, el agua potable, también. Las inundaciones récord, las tormentas furiosas, el calor mortal, pueden esperar. La deforestación, también. La emisión de óxido nitroso proveniente del uso de los fertilizantes, no es tema; el metano procedente del ganado vacuno, los búfalos, las ovejas, las cabras y un largo etcétera, no está en su radar. La Amazonia está al borde de un “potencial punto de inflexión catastrófico”, dice un estudio de 200 científicos. Los “compromisos” hechos carecen de fechas y de mecanismos para su cumplimiento.
La asociación italiana Marevivo, con 35 años de pelear por la salud de los océanos, denunció: “El mar cubre 71 por ciento de la superficie [de la Tierra], produce más de 50 por ciento del oxígeno –una de cada dos respiraciones se debe al ecosistema marino–, absorbe 30 por ciento del CO2 y 80 por ciento del calor generado por el hombre en los últimos 200 años, pero no hay minuto en que no esté siendo atacado en cada rincón de la Tierra: la contaminación y la sobrepesca están destruyendo un extraordinario equilibrio formado en millones de años entre animales y plantas, tan grandes como las ballenas y tan diminutas como el plancton”.
El uso del carbón, como se esperaba, produjo una gran atención y los “borradores” para el acuerdo desfilaron sin parar. Y el “consenso” alcanzado es: ya no se pide “eliminarlo” en alguna fecha determinada, sino “reducir” su uso. El tono dominante en Glasgow fue el de la impotencia. La humanidad, nuevamente, quedó cercada por las exigencias inmediatas de la reproducción sistémica y la aceleración de los trastornos climáticos debidos no a la acción humana, sino a la inhumana del capital.
Estados Unidos se negó a sumarse a la promesa de acabar con la minería del carbón y a compensar a los países pobres por los daños climáticos. Algunos críticos preguntaron si eso era su liderazgo.
No hay ni puede haber consensos relacionados con la conservación de un planeta habitable para las especies animales y vegetales que conocimos, incluidos nosotros. La conservación no es el tema para quienes deciden, sino las ganancias que pueden ser obtenidas por los capitalistas en la “inversión clímatica”, cualquiera que ésta sea.
Glasgow, por tanto, no podía diseñar ningún mecanismo para financiar las pérdidas y daños que los desastres climáticos están provocando en los países más vulnerables del planeta. El año que entra veremos, dice el “consenso”.
El “consenso” también dice que hay que hacer lo posible para limitar el aumento global de las temperaturas a un máximo de 1.5 grados, y que para lograrlo es preciso recortar al menos 45 por ciento de las emisiones globales en la próxima década. Pero nada es vinculante.
Como los gobiernos saben que entre gitanos nos se leen las cartas, y previendo que algunos de ellos puedan hacer chapuzas, el consenso incluyó la creación de un organismo liderado por la ONU, para monitorear las políticas climáticas y presentar informes anuales sobre la evolución de los niveles de emisiones de cada país.
Alok Sharma, presidente de la reunión de Glasgow, admitió, literalmente entre lágrimas, estar “profundamente decepcionado” por el resultado. El delegado estadunidense, John Kerry, dijo que con Glasgow estamos “al principio de algo”.
Un organismo de la ONU tendría que estar habilitado para crear un nuevo consenso sobre lo que es un planeta habitable. Lo que debe hacerse y lo que no debe hacerse, ambas cosas. Todos debemos alcanzar un mínimo de confianza en una verdad científica creada por fuera de los intereses creados. Y que trabaje contrarreloj. Debe ser establecido un consenso que adopte, con la máxima precisión, la medida en que el cambio climático responde a hipótesis como la del geofísico yugoslavo Milutin Milankovic, que explican esos cambios a partir de las variaciones de la órbita terrestre, determinadas por la excentricidad de dicha órbita, y la medida en que ese cambio sea un efecto de las actividades del transporte, las industriales y agropecuarias. El conocimiento científico debe orientar a los humanos sobre su adaptación a los cambios de origen natural, eliminando toda actividad económica detrás de la catástrofe, en los plazos perentorios que la situación reclame.
Greenpeace estableció: el de Glasgow “no es un plan para resolver la crisis climática”. No lo es y esas “cumbres” sobran. No alcanzar el objetivo de cero emisiones significa que las temperaturas seguirán aumentando y que el mundo superará ampliamente los dos grados en 2100. En tanto, nunca las sociedades del mundo habían alcanzado el nivel de conciencia que hoy existe sobre la catástrofe. La preocupación social se va volviendo claridad política. Los gobiernos actuales no evitarán la hecatombe. Los pueblos del mundo sí pueden aportar lo necesario para crear otras sociedades. Unas en las que la suerte de los humanos no esté en manos del capital. Ya no se trata sólo de la explotación capitalista. Ahora se trata de la vida de los humanos, ni más ni menos.